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Carlos Castán, La mala luz

Hay novelas que exigen del lector esfuerzos titánicos y el lector avanza por sus páginas, resiliente, soportando como Tántalo el peso de la piedra, si es que la piedra no le arrolla, le pasa por encima y el libro queda abandonado cogiendo polvo por cualquier rincón de la casa. Novelas de párrafos interminables capaces de ocupar uno solo de ellos decenas de páginas porque por su tinta se desparrama la verborrea del autor o del narrador, que igual da porque tanto uno como otro pueden padecer esa incontinencia, agravada muchas veces, por tasas bajísimas de coagulación. Así, no sólo los párrafos se alargan infinitamente como hilos de Ariadna, sino que las propias oraciones que los componen, una sola quizás, se enmarañan en una sucesión de comas, de nexos subordinantes, de citas culturalistas, sin encontrar punto alguno sino el punto final de párrafo seis páginas más allá, componiendo así un pantano cenagoso de letras movedizas del que el lector luchará por salir si es que no acaba viendo en él un panorama triste ideal para el propósito de un suicida como el que ve el protagonista de Morir con hormigas en la boca, de Miguel Barroso, desde la ventana de su hotel en Guanabacoa. Hay novelas que piensan que el lector no tiene familia, ni trabajo ni otras preocupaciones, no tiene otros gustos - ni otros gastos -, otras aficiones ni ocupaciones, que la vida del lector es tediosa como la de una marquesa rusa del siglo XIX en su casa de campo durante el largo invierno, como la protagonista de  Felicidad conyugal de Tolstoi, y piensan que el lector encontrará en ellas la única alternativa al aburrimiento. Párrafos interminables como los de estas novelas encontramos, por ejemplo, en las de Antonio Muñoz Molina; pero, naturalmente, no hablamos aquí de eso. Esos párrafos extensos de las novelas de Muñoz Molina son siempre poderosos como toda la prosa de nuestro mejor novelista, tienden al remanso y circulan por meandros, pero tienen un lugar al que llegar, están llenos de contenido, sirven a una trama, conforman una gran obra... Hablamos de novelas como La mala luz (Destino, 2013) de Carlos Castán, en cuyas primeras líneas sabemos que su narrador es un hombre separado que se ha trasladado a Zaragoza y ha entablado amistad con Jacobo, otro hombre en sus mismas circunstancias, pero algo mayor y más paranoico. Por fin, pasadas sesenta páginas de reflexiones y otras pajas mentales diversas, encontraremos al narrador en París decidiéndose o no a tirarse del mismo puente desde el que lo hiciera el poeta Paul Celan cuarenta años antes, pero sin saber de qué lado del puente lo hizo Celan. Parece entonces que por fin va a empezar la novela, la acción de la novela, pero es sólo un amago, una falsa alarma, hará falta que muera Jacobo, asesinado, ya mediada la novela, para que parezca que por fin algo se mueve. Cobra la novela algo de vida entonces, al indagar el narrador en las cosas del amigo y descubrir una mujer de la que nunca le había hablado. Una novela, La mala luz, de poco más de doscientas páginas en la que en algo más de doscientas páginas no pasa nada, - y cuando pasa nos encontramos un final nada creíble - por mucho que, en la cuarta de cubierta, el editor haya pretendido engañarnos prometiéndonos otra cosa. Claro está, hay en ellas, en las doscientas y pico páginas, momentos brillantes de reflexión, como la referencia al rescate de los mineros chilenos que fue apertura de todos los informativos durante una temporada en 2010, la vuelta a casa imaginaria de uno de ellos al que nadie espera porque vive solo y no tiene a nadie; como algunas referidas a la muerte o a la relación del narrador con su madre; como el recuerdo de esas mujeres con falda de princesa india, dedicadas al yoga, que solo aceptan la bici como medio de transporte, que echan a perder las ensaladas con levadura de cerveza, que dicen "pieza" para referirse a la fruta, que sólo cenan yogur, que son expertas en distinguir distintos tipos de mieles, como si la miel, todas las mieles, no fuera otra cosa que algo asqueroso y pegajoso, chicas que nada tienen que ver contigo ni con tu vida, tus gustos y tus aficiones, y a las que, sin embargo, te has tirado más de una vez. Hay novelas, como La mala luz, de las que está prohibido hablar mal, por el contrario hay que decir de ellas que son "obras de culto" o "literatura en estado puro" y que "indagan, con una voz personal y un lenguaje de alto lirismo, en lo más intrínsecamente humano" - y echarse a temblar -, porque decir otra cosa es delatarse como alguien de pocas neuronas a quien le gusta el fútbol u otras actividades semejantes en las que jóvenes ignorantes malgastan su tiempo sudando, o le gusta el cine americano, o, peor aun, le gustan, qué ordinariez, algunas series de televisión, incluso, en el colmo del asilvestramiento, puede que disfrutes comiendo carne. Nada de eso, si somos intelectuales, capaces de alejar nuestro alma del mundo concupiscible y de los gustos más vulgares, debemos proclamar, desde nuestra altivez aristocrática, que la literatura es esto y no las novelas en las que pasan cosas.
Carlos Castán (Barcelona, 1960) es autor de varios libros de relatos - el primero de ellos Frío de vivir (1998) -. La mala luz es su primera novela.

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