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Carmen Laforet, Nada


¡Cuántos días sin importancia!

Nada sabemos del presente desde el que nos habla Andrea, en cualquier caso más cercano al pasado que nos relata de lo que pueda parecer. Ese pasado es el año que pasó en Barcelona en casa de su familia. Al acabar la guerra civil, Andrea llegó allí desde el pueblo para estudiar en la universidad. Tenía entonces dieciocho años: es una menor de edad que, desde luego, se comporta como si fuera bastante más madura.
Desde el primer momento todo es oscuro y sórdido en Nada (1945; El País, 2004). Andrea regresa a Barcelona con retraso y, por tanto, de noche, y sin que nadie la esté esperando en la estación. Llega a la casa familiar, en la calle Aribau, y encuentra un lugar tétrico y un grupo de personas - su abuela, sus tíos, la criada - hostiles y desagradables. Una casa decadente y sucia habitada por personas, a pesar de ser hermanos, en permanente enfrentamiento, marcada por un ambiente siempre tenso determinado por las carencias económicas, por lo que vivieron durante la guerra y las rencillas entre ellos. Tampoco Andrea pone mucho de su parte y, aunque comprendemos que no encuentre motivos para encariñarse con los demás, ni siquiera siente afecto hacia su abuela, a la que suele referirse con un distante "la viejecita". Para huir de ese lóbrego hogar, Andrea busca refugio en sus amistades universitarias. Encuentra una buena amiga, Ena, pero pronto también su relación se enturbiará. Andrea se cobija entonces en un grupo de chicos bohemios y también enfermizos (niños pijos cuyas familias adineradas no sufren los rigores de la postguerra).

Es difícil entenderse con las gentes de otra generación, aun cuando no quieran imponernos su mode de ver las cosas.

Una familia venida a menos dominada por la pobreza y por la violencia verbal y la violencia física.  Hoy, claro, nos escandalizarían las vejaciones que sufren Gloria, la esposa del tío Juan, pero que entonces se veía con otra perspectiva:

¿No sabes que con los hombres hay que ceder siempre?

Una Barcelona de miseria y podredumbre - mucho más moral que material, aunque la material es patente (las ruinas de la guerra, los coches de caballo que han suplido a los automóviles) - en la que al lector no le queda resquicio por el que respirar. Un relato agobiente y desazonador. Sólo en la última página de la novela, cuando Andrea abandona la ciudad al amanecer, se atisba la luz mediterránea.

Entonces fue cuando empecé a darme cuenta de que se aguantan mucho mejor las contrariedades grandes que las pequeñas nimiedades de cada día.

A mediados de los cuarenta, en una Europa en la que la Segunda Guerra Mundial empieza a avanzar hacia su final, dejando el continente y el mundo sembrado de millones de cadáveres, y en una España bajo la miseria, el hambre y la represión de la primera postguerra, Nada (ganadora de la primera convocatoria del Nadal, de la editorial Destino, en 1945) y los versos de Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, - como es de sobra conocido - supusieron un torpedo en la línea de flotación de la literatura grandilocuente, propagandística y evasiva que la dictadura franquista intentaba imponer. Como también la irrupción de esta joven escritora desconocida y de su novela debió conmocionar el mundo literario empobrecido de un país que había perdido durante la guerra - o tenía en el exilio - a sus más importantes escritores e intelectuales.
Carmen Laforet (Barcelona, 1921 - Madrid, 2004) regresó a la casa de su abuela, en la calle Aribau de Barcelona, en 1939 para iniciar sus estudios universitarios. Inevitablemente, sus vivencias del año que vivió allí, antes de trasladarse a Madrid, están en el sustrato de Andrea. Es sobrada la bibliografía, y las referencias en la red, en las que se puede ahondar en la biografía de Laforet, en el éxito de Nada y en su escasa obra literaria posterior.

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