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Christopher R. Beha, Qué fue de Sophie Wilder

Charlie Blackeman y Sophie Wilder, neoyorkinos, se conocieron, a mediados de los noventa, en la asignatura de Taller de Introducción a la Narrativa en su primer semestre de universidad. Ella tenía unos conocimientos literarios y una capacidad para escribir superior a la de todos los compañeros de la clase. Charlie y Sophie mantuvieron durante los tres primeros cursos una relación en la que hubo amor, sexo, separaciones temporales, pero, por encima de todo literatura. Les unía el amor a la literatura, el deseo de crear historias juntos, de desarrollar su vocación literaria.

Fue entonces cuando comenzamos el juego de contar historias juntos. Uno de nosotros miraba a una anciana y a un joven que caminaban juntos por la calle y decía: "Todo el mundo cree que es mi madre, esa es la parte más difícil de estar enamorado". Media hora más tarde ya habíamos bosquejado toda una relación. Uno u otro, o los dos, quizá intentara escribir algo de esa historia, pero esa no era realmente la cuestión. La cuestión era que había historias en todas partes, esperando ser descubiertas mediante la invención. (p. 74).

En el último curso se separaron, ella empezó a salir con el que sería su marido e, inopinadamente, se convirtió al catolicismo y empezó a ir a misa a diario. Ocho años más tarde, en 2003, Sophie vuelva a aparecer en la vida de Charlie y es ahí donde se inicia Qué fue de Sophie Wilder (2012; Libros del Asteroide, 2014), que se centra en explicarnos qué ha sido de Sophie en los últimos tiempos, desde que se separó y, sin embargo, decidió ocuparse de cuidar de su suegro enfermo.
Sophie Wilder tiene una estructura algo compleja; la voz narrativa de Charlie mezcla fragmentos en primera persona en los que narra su relación con otros en tercera en los que narra lo que ha sabido de Sophie a posteriori y el relato avanza entre saltos temporales entre los distintos momentos de la historia. A ello se unen abundantes referencias literarias, religiosas e incluso filosóficas y reflexiones sobre el proceso de escritura, sobre el trabajo de escritor, sobre la relación entre realidad y ficción. Cualquier otro, con estos elementos, se pone estupendo y se marca un novelón insoportable lleno de esdrújulos incunables de esos que tanto gustan a los pseudocultos y se queda tan ancho. Christopher R. Beha, en cambio, emplea un estilo sencillo que hace cercanos y creíbles a sus personajes, tan humanos y llenos de vida y verdad, y que permite que cualquier lector, descifrador de las alusiones cultas o ignorante de ellas, disfrute de un relato ágil y vivo, lleno de sorpresas, pequeñas al principio, más grandes después, cuando la autenticidad de sus personajes, de sus relaciones, y de sus sentimientos atrapa al lector en las páginas de una magnífica novela. Y le atrapan, porque, al margen de la inusual conversión religiosa de Sophie en pleno umbral del siglo XXI, los comportamientos de los personajes, las relaciones entre ellos, la capacidad de algunos de planear y dirigir su vida y la de los demás, sus sentimientos, su dolor y su sufrimiento, nos resultan tan cercanos que la novela podría estar hablando de cualquiera de nosotros. O del propio Beha, que cuidó de su tía enferma antes de escribir esta novela.
Hace unos días, en un artículo centrado en el cuadragésimo aniversario de la aparición de La verdad sobre el caso Savolta, Antonio Muñoz Molina escribía:

Las novelas no se hacen con ideas brillantes ni con demostraciones de erudición o proclamas de ruptura. Las novelas se hacen con los materiales más comunes y más baratos, las palabras habituales, el habla, las vidas de las personas.

Qué fue de Sophie Wilder es un buen ejemplo de la verdad que afirma Muñoz Molina en esas palabras y es la primera - y muy prometedora - novela de Christopher R. Beha (Nueva York, 1979); otro acierto de Libros del Asteroide.

Últimamente había leído a San Agustín, que decía que la belleza consistía en la justicia y la aptitud: la elegancia con la que la cosa se adaptaba a sus fines, Sophie entendió que esto significaba que la belleza no podía ser un fin en sí mismo. (p. 100).

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