Jesús Carrasco, Intemperie
En un lugar y un tiempo indeterminados (podemos imaginar la España rural meridional de los años veinte - por la foto de los reyes; pero, en realidad, la indeterminación de tiempo y lugar parece más bien ocultar algunas incoherencias -), sometidos a los rigores de una fuerte sequía, Intemperie (Seix Barral, 2013) nos sitúa, en plena canícula, una historia cuyos personajes también carecen de nombres; un chico (imaginemos que de entre diez y doce años) ha escapado de casa por razones que no se explican y apenas se insinúan, pero adivinaremos turbias (un padre que no pone objeción a que el alguacil lleve al chico en su sidecar...). Le persigue el alguacil (ignoramos las razones y el ejercicio del cargo, pero deducimos que más que como funcionario municipal ejerce de comendador de Fuenteovejuna y actúa como cacique de la aldea). En su huida, el chico se encuentra a un viejo pastor, que, aunque no le pregunta nada, decide ayudarle (él también tiene cuentas pendientes con el alguacil). Como en una del Oeste de Clint Eastwood la historia derivará en el enfrentamiento violento entre el alguacil y sus dos ayudantes y el chico y el viejo. Duelo al sol (aunque ésta no sea de Eastwood).
Para esto Jesús Carrasco (Olivenza, Badajoz, 1972) se gasta, en su primera novela, cien páginas de esas en que los personajes tardan veinte en subir una escalera (aunque lo deja en dieciocho), de una prosa elaborada y un florilegio de términos rurales en desuso que le acercan mucho a la pedantería y el exhibicionismo aunque queda muy lejos de cosas como La mala luz (consigue no traspasar la raya, y, en consecuencia, crear un relato descriptivo, carente de acción, bien escrito), luego otras cien páginas de buena novela, que el lector lee con gusto, si ha superado las cien primeras.
Llama la atención que el recurso de no concretar el tiempo ni el espacio, de sugerir y no explicar qué ha pasado, de no dar nombre a sus personajes, Carrasco lo considere, en las entrevistas - ABC, El País Semanal -, fruto de su gusto por podar, podar y podar lo superfluo. Llama la atención, en una novela a la que le sobran páginas. Una novela que es un ejercicio (en la entrevista en Página2 el autor reconoce que escribía relatos cortos y se propuso el ejercicio de escribir algo más largo, esta novela); ese ejercicio en el que algunos piensan - equivocadamente - que consiste la literatura, ver quien la tiene (la frase) más larga y con más esdrújulas. Quizá equivoca qué es lo superfluo; que en una novela no es precisamente la acción.
Al margen de esto y de las exageraciones publicitarias que la editorial ofrece en la cubierta y en la faja y del Premio Libro del Año de los libreros de Madrid, Intemperie es un novela que merece la pena leer. Con un inocente niño que aprende deprisa gracias a los duros golpes de la vida, un pastor que recoge la sabiduría ancestral y la dignidad ética de los viejos campesinos (otra vez Lope, una de las pocas influencias que la crítica fluviana no le ha buscado) y un malvado alguacil capaz de los comportamientos más indignos. El bueno, el feo y el malo.
Llama la atención que el recurso de no concretar el tiempo ni el espacio, de sugerir y no explicar qué ha pasado, de no dar nombre a sus personajes, Carrasco lo considere, en las entrevistas - ABC, El País Semanal -, fruto de su gusto por podar, podar y podar lo superfluo. Llama la atención, en una novela a la que le sobran páginas. Una novela que es un ejercicio (en la entrevista en Página2 el autor reconoce que escribía relatos cortos y se propuso el ejercicio de escribir algo más largo, esta novela); ese ejercicio en el que algunos piensan - equivocadamente - que consiste la literatura, ver quien la tiene (la frase) más larga y con más esdrújulas. Quizá equivoca qué es lo superfluo; que en una novela no es precisamente la acción.
Al margen de esto y de las exageraciones publicitarias que la editorial ofrece en la cubierta y en la faja y del Premio Libro del Año de los libreros de Madrid, Intemperie es un novela que merece la pena leer. Con un inocente niño que aprende deprisa gracias a los duros golpes de la vida, un pastor que recoge la sabiduría ancestral y la dignidad ética de los viejos campesinos (otra vez Lope, una de las pocas influencias que la crítica fluviana no le ha buscado) y un malvado alguacil capaz de los comportamientos más indignos. El bueno, el feo y el malo.
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