Vicente Valero, Las transiciones
El narrador de Las transiciones recuerda ahora, veinte años después, el día lluvioso de febrero de 1996, en que asistió al funeral y al entierro de uno de sus amigos de la infancia. Superando la pereza que siempre anima a no asistir y con el confort que causa haber acudido, el funeral supone para él el reencuentro con la familia del fallecido - su hermana Amelia, que durante unas semanas fue su novia y a la que besó cuanto le dejó, su abuelo, don Alfonso, a quien creía hacía mucho tiempo muerto - y con los amigos; Antonio, gerente de uno de los hoteles de la familia de Ignacio, el fallecido, y Julio, amargado profesor de matemáticas en el mismo colegio de curas donde se educaron. De modo que el recuerdo de aquel día le lleva a los recuerdos que aquel día propició; los de los cuatro amigos del colegio, saliendo de la infancia al tiempo que moría Franco.
Los recuerdos se centran en aquellos días de noviembre, tenían doce años, en que les pillaron traficando en el colegio con revistas guarras y aquel jueves en que iban a ser castigados pero no hubo clase porque Franco había muerto de madrugada. Y, luego, en la campaña electoral, la segunda, de marzo de 1979. Para esa primavera Ignacio ya había iniciado el camino que, por el sendero de la droga, convocaría a todos en el funeral del 96.
Nos reencontramos en Las transiciones con la prosa exquisita y delicada, de oraciones y párrafos largos, pero al mismo tiempo contenida y sugerente, de Vicente Valero, que conocemos ya de sus anteriores Los extraños y El arte de la fuga. Como Los extraños, otra lectura gozosa que nos habla de asuntos entrañables; la transición a la vida que supone la adolescencia - que, para quienes pertenecemos a la generacíón de Valero, coincidió con la transción de España a la democracia, de manera que el país y nosotros fuimos adolescentes a un tiempo -; los recuerdos de entonces, los amigos de entonces, la separación posterior de los amigos por distintos caminos, el reencuentro con los amigos pasado el tiempo...
El resultado es otro excelente relato en el que Valero vuelve a optar por la brevedad. Sin embargo, y sin caer en el derroche de papel que otros hubieran sacado de esta madeja, queda la sensación de que bien podría Vicente Valero haber profundizado más, sino ya en el recuerdo de la adolescencia en aquellos últimos años setenta, si al menos en cuestiones como; cómo y por qué, inevitablemente, aquellas fuertes amistades se pierden a medida que se bifurcan los caminos, cómo y por qué, azarosamente, los caminos se bifurcan (Ignacio invitó al narrador a unirse a sus nuevos amigos y su nueva vida de motos, drogas y divesión, ¿por qué no le siguió?, ¿cómo determinó eso su vida?), cómo y por qué quisiéramos siempre recuperar a aquellos amigos (el reencuentro es feliz, sugiere Valero, quizá porque lo sitúa en un ámbito insular donde, más o menos, todo el mundo sigue teniendo alguna referencia de todo el mundo, pero ¿cuántas veces cuando ese reencuentro se produce no nos deja la constancia de que no tenemos nada que decirnos con quien nos fue tan íntimo?), cómo y por qué, desgraciadamente, todos sabemos que, aunque huímos de la muerte y tenemos esperanzas de una vida larga, todos sabemos que, digo, no podemos reunir a nuestra clase porque no hay grupo en el que alguno de los viejos amigos no se haya ido al país de la muerte (tomo el verso de Luis Alberto de Cuenca) por culpa de la droga o de un estúpido accidente o una enfermedad fulminante - aquel compañero de pupitre, siempre risueño, confidente de secretos vitales, que reposa ahora junto a Ignacio... -. Nada hay que reprochar a Las transiciones y, sin embargo, nada habría que reprocharle si hubiera envuelto algo más al lector en todo aquello que le sugiere.
Periférica, en su décimo aniversario, ha elegido con acierto Las transiciones para el número cien de su catálogo.
Los recuerdos se centran en aquellos días de noviembre, tenían doce años, en que les pillaron traficando en el colegio con revistas guarras y aquel jueves en que iban a ser castigados pero no hubo clase porque Franco había muerto de madrugada. Y, luego, en la campaña electoral, la segunda, de marzo de 1979. Para esa primavera Ignacio ya había iniciado el camino que, por el sendero de la droga, convocaría a todos en el funeral del 96.
Nos reencontramos en Las transiciones con la prosa exquisita y delicada, de oraciones y párrafos largos, pero al mismo tiempo contenida y sugerente, de Vicente Valero, que conocemos ya de sus anteriores Los extraños y El arte de la fuga. Como Los extraños, otra lectura gozosa que nos habla de asuntos entrañables; la transición a la vida que supone la adolescencia - que, para quienes pertenecemos a la generacíón de Valero, coincidió con la transción de España a la democracia, de manera que el país y nosotros fuimos adolescentes a un tiempo -; los recuerdos de entonces, los amigos de entonces, la separación posterior de los amigos por distintos caminos, el reencuentro con los amigos pasado el tiempo...
El resultado es otro excelente relato en el que Valero vuelve a optar por la brevedad. Sin embargo, y sin caer en el derroche de papel que otros hubieran sacado de esta madeja, queda la sensación de que bien podría Vicente Valero haber profundizado más, sino ya en el recuerdo de la adolescencia en aquellos últimos años setenta, si al menos en cuestiones como; cómo y por qué, inevitablemente, aquellas fuertes amistades se pierden a medida que se bifurcan los caminos, cómo y por qué, azarosamente, los caminos se bifurcan (Ignacio invitó al narrador a unirse a sus nuevos amigos y su nueva vida de motos, drogas y divesión, ¿por qué no le siguió?, ¿cómo determinó eso su vida?), cómo y por qué quisiéramos siempre recuperar a aquellos amigos (el reencuentro es feliz, sugiere Valero, quizá porque lo sitúa en un ámbito insular donde, más o menos, todo el mundo sigue teniendo alguna referencia de todo el mundo, pero ¿cuántas veces cuando ese reencuentro se produce no nos deja la constancia de que no tenemos nada que decirnos con quien nos fue tan íntimo?), cómo y por qué, desgraciadamente, todos sabemos que, aunque huímos de la muerte y tenemos esperanzas de una vida larga, todos sabemos que, digo, no podemos reunir a nuestra clase porque no hay grupo en el que alguno de los viejos amigos no se haya ido al país de la muerte (tomo el verso de Luis Alberto de Cuenca) por culpa de la droga o de un estúpido accidente o una enfermedad fulminante - aquel compañero de pupitre, siempre risueño, confidente de secretos vitales, que reposa ahora junto a Ignacio... -. Nada hay que reprochar a Las transiciones y, sin embargo, nada habría que reprocharle si hubiera envuelto algo más al lector en todo aquello que le sugiere.
Periférica, en su décimo aniversario, ha elegido con acierto Las transiciones para el número cien de su catálogo.
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