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Antonio Rabinad, Los contactos furtivos

Fotografía de Joan Colom.
Es imposible entender la novela española durante el franquismo sin tener en cuenta la labor de editores como José Janés (1913 - 1959), quien, entre sus distintas iniciativas, creó el Premio Internacional de Novela, cuya edición de 1952 fue ganada por Los contactos furtivos de Antonio Rabinad (Barcelona, 1927 - 2009). Pero la novela, por motivos de censura, no pudo publicarse hasta 1956. Es el mismo año en que se publica El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, y dos más tarde de la publicación de Los bravos, de Jesús Fernández Santos. Si no por su publicación, si por su escritura, Los contactos furtivos, es, pues, anterior a las más importantes obras del realismo social, a las que en absoluto desmerece. Sin embargo, el azar tiene también su lugar en la vida y, naturalmente, en la vida de las novelas.Y el azar quiso que esta novela fuera apenas conocida y no volviera a editase - esta vez por Seix-Barral - hasta 1971. La tercera y última edición - la que aquí se comenta - es la de Bruguera, de 1985, en la mítica colección Libro Amigo - cuyo prólogo de Manuel Vázquez Montalbán, lúcido como siempre, es de lectura imprescindible y nos explica bien la azarosa vida de Los contactos furtivos. A casi sesenta años de su primera edición y tras treinta de la última, una nueva publicación de esta excelente novela se antoja imperiosa.
En el extrarradio - El Clot, Pueblo Nuevo - de la Barcelona de hacia 1950, la Barcelona del Temps era temps de Joan Manuel Serrat, reina la sordidez, sobrevuelan las sombras de la guerra civil, la moral y la religión tienen una sorda presencia, la sexualidad queda reprimida hasta en los ámbitos más íntimos. La miseria, en suma, gobierna las vidas de las personas que, no obstante y rodeadas por la muerte, procuran ser felices, en la medida de sus posibilidades.
Pasaban por allí jóvenes bastas, vestidas con colores chillones, muy pintadas, envueltas en un aura de perfume barato y con taconeo rápido... La felicidad de algún soldado.
Pasaban, en desordenados grupos, jóvenes lobeznos de dientes blancos y miradas duras, con la chaqueta abierta y corbata floja; bulliciosos, siseando a las chicas en la calle y a las mujeres de los balcones.
Pasaban emparejadas, delicadas jovencitas de ojos profundos y vestidos frutales.
Y de vez en cuando, algún adolescente solitario, sombrío, las manos en los bolsillos, mirando los senos de las mujeres con tan agudo filo en la mirada que parecía iba a cercenarlos".
El panorama nos lo presenta un narrador objetivo, cinematográfico, conciso en palabras, que pone ante nosotros a un grupo de personajes variados entre los que destacan Luis Rodell, un joven poco sociable, de dieciocho o veinte años, con estudios de bachillerato, que trabaja, sin ningún interés, en la oficina de una fábrica y vive con su madre viuda - el padre murió en la guerra -; Juan Doriac, un paralítico de nacimiento que da clases en la academia en que estudio Rodell; Celia, la joven que se casó con Doriac para escapar de los intentos de abuso de su tío, con el que vivía; Pilar, una mujer que se ha quedado soltera porque tiene demasiada inteligencia y carácter para los hombres de la época... Personajes que, a medida que les conocemos, nos resultan cada vez más entrañables y humanos y nos compadecemos de su triste existencia.
Esa Celia que, temerosa de su tío
Estuvo mucho rato en el balcón, sin atreverse a entrar; el sol le abrasaba el brazo y a un lado de la cara, y sus cabellos parecían arder. Al fin, el sol se ocultó tras la alta chimenea y ella entró en el piso a preparar la cena, que dejó en el hogar, al amor del fuego, cuando más tarde se metió en la cama: con miedo y sin cerrar los ojos porque su cuarto no tenía llave".
Ese Rodell, huérfano y solitario, algo arisco, que rechaza visitar con sus amigos la cutrez de las casas de putas - en esos tiempos en que los condones se lavaban para reutilizarlos -, que
Al llegar a casa, doña Asunción sirvió la cena, y se sentó frente a su hijo, sin cenar, porque ya lo había hecho. El joven cenaba en silencio; silencio había en toda la casa. En tanto comía, Rodell miraba a su madre, que, con los brazos cruzados sobre la mesa, estaba callada, absorta, y la vio pálida, y despeinada, envejecida. Se le ocurrió que con su madre nunca había tenido una de esas conversaciones trascendentales que se tiene con los amigos, donde se vuelca todo el interior de uno, los pensamientos más secretos, deseos y aspiraciones. Siempre había habido entre ellos reserva a hablar según qué cosas, como si él siguiera siendo un niño: él nunca la había hecho partícipe de sus pensamientos o de sus sueños, y sólo habían hablado, en el curso de la vida, de cosas triviales, cotidianas... ¡Cuántas acciones bajas hechas por él, buenas, o sencillamente idiotas, desconocía ella! Siempre los mismos gestros, las mismas palabras. Pero a pesar de eso, y por eso, existía entre ambos algo que los unía, un lazo oscuro y fuerte, aunque lejos de las palabras. Su madre era lo único real ente el caos circundante, un asidero en el misterio. Y de pronto sintió una honda ternura hacia ella, y rebuscó en su interior algo cariñoso y bello que decirle, pero no encontró nada, lo que se dice nada, fuera de las viejas y vulgares palabras, y le preguntó con aspereza:
- Pero, ¿por qué no te has acostado?
Doña Asunción abrió los ojos, cargados de sueño:
- Es que luego no te calientas la cena...".
Ese Ángel - el cuñado de Pilar - que se casó por consejo de su jefe, y vive realquilado en dos habitaciones con su mujer, su suegra y sus cuñadas, que debe ceder a la suegra enferma su sitio en la cama matrimonial y dormir en el pasillo sin encontrar un momento de intimidad con su esposa...

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