domingo, 31 de mayo de 2020

Julio Verne, Un capitán de quince años

Auguste François Biard, La trata de esclavos.

¡La trata de negros! Nadie ignora la significación de estas palabras, que nunca deberían haber encontrado acogida en el lenguaje humano. Ese tráfico abominable, por largo tiempo practicado en provecho de las naciones europeas que poseían colonias en ultramar, fue prohibido desde hace bastantes años. Sin embargo, todavía se verifica a vasta escala, sobre todo en África central. En pleno siglo XIX, la firma de algunos Estados que se dicen cristianos, falta todavía en el acta de abolición de la esclavitud.

Este es el primer párrafo del primer capítulo de la segunda parte de Un capitán de quince años, que se publicó, como era habitual, por entregas a lo largo de 1878. Es también el fundamento de la novela. Diversas circunstancias y casualidades hacen que un barco ballenero, el Pilgrim, que no ha tenido una buena temporada deba regresar desde Nueva Zelanda a San Francisco llevando como pasajeros a la mujer y el hijo del su armador, el señor Weldon. Que, en plena travesía, el capitán y los marineros mueran en el intento de cazar una ballena y el barco quede al cargo de Dick Sand, el grumete de quince años - un chico de tan notables como sorprendentes inteligencia, cultura, sagacidad, prudencia... -. Las malas artes del oscuro cocinero del barco desviarán su rumbo hacia las costas americanas hasta el punto de arribar en las del África Occidental, para desconcierto de Sand y los pasajeros a su cargo (a la familia del armador se habían sumado cinco negros norteamericanos recogidos de un naufragio). Estas son las peripecias y aventuras que nos entretienen en la primera parte de la novela, pero, como decimos, es en la segunda en la que la novela cobra su razón de ser.
O mejor dicho, la razón de ser de Un capitán de quince años la encontramos en el proyecto de Pierre-Jules Hetzel, el editor de Verne, que pretendió educar a niños y jóvenes, mediante la lectura, para el mundo moderno con valores progresistas inspirados en Saint-Simon y en el positivismo. La ciencia como motor del progreso y el bienestar humanos. A ese proyecto se sumó Julio Verne con novelas que divulgan el conocimiento científico y tecnológico y que, englobadas bajo el título de Viajes extraordinarios, se publicaron en la Revista de Educación y Recreación, de Hetzel.
Un capitán de quince años es para el lector fuente inagotable y gozosa - pensemos en ese lector adolescente de Verne de los siglos XIX y XX - de conocimientos de náuticos, geográficos, etnográficos, entomológicos, botánicos... pero también un alegato rotundo, ético y progresista contra la esclavitud. El proyecto de Hetzel, y de Verne, pretendía contribuir a difundir entre los jóvenes ideas científicas, pero también sociales y filosóficas.
Este alegato contra la esclavitud justifica que la segunda parte de esta novela sea más discursiva y menos aventurera que la primera. Nos ilustra Verne sobre la trata de esclavos y sobre los viajes de los grandes exploradores de África. 
La travesía de Dick Sand y los suyos se, inició el 2 de febrero de 1873, poco más de dos meses más tarde encallaron en la costa de lo que creían Sudámerica y finalmente constataron que era el África ecuatorial. Donde corrieron nuevos y muy graves peligros. Se trata del territorio de la casi ignota Angola que, poco después, exploraron las expediciones de Cameron y de Stanley. En junio la señora Weldon abriga la esperanza de que Livingstone, a quien Stanley había encontrado el 3 de noviembre de 1871, cuando en Europa se le daba por muerto, llegue al campamento de esclavos donde nuestros protagonistas se hayan retenidos. Pero poco después se recibe allí la noticia de que el insigne doctor ha muerto el 1 de mayo.
La figura de Livingstone, las exploraciones del Congo de Cameron y Stanley que llegaron a la costa de Angola, respectivamente, en 1875 y 1877 y el comercio de esclavos negros que todavía se desarrollaba en ese territorio portugués son el fundamento de este alegato contra la esclavitud, de esta novela de 1878 en la que Verne desarrolla los elementos de su fórmula mágica: un joven protagonista desbordante de virtudes que sabe medir en su justo término, una madre y un hijo desvalidos, personajes nobles, otro disparatado, malvados de los que desconfiar y a los que odiar, un perro fiel, aventuras, conocimientos, final feliz..

jueves, 21 de mayo de 2020

Vicente Valero, Enfermos antiguos


Todas las enfermedades, las que hemos tenido y las que llegaremos a tener, no solamente son inevitables obstáculos que deben ser superados, sino también, muchas veces, alteraciones necesarias de nuestro organismo que nos permite seguir viviendo.

Vicente Valero tiene un don: su prosa exquisita. Escribe maravillosamente y leerle es un placer. Lo acreditan sus obras anteriores y también Enfermos antiguos (Periférica, 2020). Pero ninguna de ellas es tan magistral como Los extraños, y Enfermos imaginarios tampoco. La evocación y el recuerdo vuelven a ser, en Enfermos imaginarios,  el motivo en el que su prosa pausada de palabras precisas encaja como un guante. En esta ocasión Valero rememora la costumbre de visitar a familiares y amigos enfermos en la que, de niño, acompañaba a su madre. Son los tiempos, entre la infancia y la adolescencia, de la muerte del franquismo y la alborada de la democracia.
Paseos con la madre siguiendo el hábito de la abuela de visitar a los convalecientes, las tertulias y los dulces en sus casas, los médicos de cabecera que visitaban con su maletín, la Ibiza provinciana a la que empiezan a llegar turistas extranjeros y a la que regresan exiliados españoles, el colegio, los profesores y los amigos, los juegos en la calle, las primeras vivencias eróticas...
El libro es hermoso, como todo lo que escribe Valero, y su prosa envuelve al lector. Pero, a medida que avanza la lectura se va teniendo la sensación de que el autor se ha quedado en un ejercicio magnífico de bella escritura pero ha desaprovechado en gran medida las sugerencias que el tiempo externo - aquellos años setenta - y el personal - el fin de la infancia - le ofrecen para profundizar en ellos y escribir una gran novela.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Zajar Prilepin, Patologías

Zajar Prilepin (Riazán, 1975) es escritor y militar y ha participado en política. En los años noventa combatió en la guerra de Chechenia. Es esta experiencia la que da lugar a su primera novela, Patologías (2005; Sajalín, 2012).
La novela se abre con el relato de una visión que atormenta al narrador. De esta visión no volvemos a saber, de manera que no sabemos claramente qué relación tiene con el resto de la novela. Este relato es absorbente y ágil y engancha al lector. Y también los primeros de los trece capítulos del resto de la novela. Aunque luego, se hace larga.
El protagonista es Yegor Tashevski, un joven soldado. Su madre les abandonó siendo pequeño y su padre murió cuando todavía era un niño. Algunos recuerdos de la infancia y el de su relación enamorada con una joven adolescente que antes que con él se ha acostado ya con más de veinte hombres se entremezclan con el relato de la acción bélica.
Yegor y sus compañeros llegan a Grozni en avión jugando a las cartas y de la misma manera saldrán de allí al final de la novela. Entre un vuelo y otro un narración fría de la vida militar de estos soldados que entran en combate, beben vodka, matan, mueren, llenan el barro de cadáveres destrozados. Según avanza el relato se incrementan las batallas, pero ni Patologías es una novela de aventuras y hazañas bélicas ni nos ofrecen un mensaje antibelicista como otras, y tampoco está cargada de heroísmo épico o de lirismo expresivo. La patología de la que nos habla Prilepin es la insensibilidad del soldado profesional que hace su trabajo sin mayores preocupaciones morales o sentimentales. El problema es que la patología que se traslada al lector, después del comienzo vibrante, es también la insensibilidad hacia la novela. Lejos de lo que ocurre, por ejemplo, con Nuevo destino.

domingo, 3 de mayo de 2020

Carmen Laforet, Nada


¡Cuántos días sin importancia!

Nada sabemos del presente desde el que nos habla Andrea, en cualquier caso más cercano al pasado que nos relata de lo que pueda parecer. Ese pasado es el año que pasó en Barcelona en casa de su familia. Al acabar la guerra civil, Andrea llegó allí desde el pueblo para estudiar en la universidad. Tenía entonces dieciocho años: es una menor de edad que, desde luego, se comporta como si fuera bastante más madura.
Desde el primer momento todo es oscuro y sórdido en Nada (1945; El País, 2004). Andrea regresa a Barcelona con retraso y, por tanto, de noche, y sin que nadie la esté esperando en la estación. Llega a la casa familiar, en la calle Aribau, y encuentra un lugar tétrico y un grupo de personas - su abuela, sus tíos, la criada - hostiles y desagradables. Una casa decadente y sucia habitada por personas, a pesar de ser hermanos, en permanente enfrentamiento, marcada por un ambiente siempre tenso determinado por las carencias económicas, por lo que vivieron durante la guerra y las rencillas entre ellos. Tampoco Andrea pone mucho de su parte y, aunque comprendemos que no encuentre motivos para encariñarse con los demás, ni siquiera siente afecto hacia su abuela, a la que suele referirse con un distante "la viejecita". Para huir de ese lóbrego hogar, Andrea busca refugio en sus amistades universitarias. Encuentra una buena amiga, Ena, pero pronto también su relación se enturbiará. Andrea se cobija entonces en un grupo de chicos bohemios y también enfermizos (niños pijos cuyas familias adineradas no sufren los rigores de la postguerra).

Es difícil entenderse con las gentes de otra generación, aun cuando no quieran imponernos su mode de ver las cosas.

Una familia venida a menos dominada por la pobreza y por la violencia verbal y la violencia física.  Hoy, claro, nos escandalizarían las vejaciones que sufren Gloria, la esposa del tío Juan, pero que entonces se veía con otra perspectiva:

¿No sabes que con los hombres hay que ceder siempre?

Una Barcelona de miseria y podredumbre - mucho más moral que material, aunque la material es patente (las ruinas de la guerra, los coches de caballo que han suplido a los automóviles) - en la que al lector no le queda resquicio por el que respirar. Un relato agobiente y desazonador. Sólo en la última página de la novela, cuando Andrea abandona la ciudad al amanecer, se atisba la luz mediterránea.

Entonces fue cuando empecé a darme cuenta de que se aguantan mucho mejor las contrariedades grandes que las pequeñas nimiedades de cada día.

A mediados de los cuarenta, en una Europa en la que la Segunda Guerra Mundial empieza a avanzar hacia su final, dejando el continente y el mundo sembrado de millones de cadáveres, y en una España bajo la miseria, el hambre y la represión de la primera postguerra, Nada (ganadora de la primera convocatoria del Nadal, de la editorial Destino, en 1945) y los versos de Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, - como es de sobra conocido - supusieron un torpedo en la línea de flotación de la literatura grandilocuente, propagandística y evasiva que la dictadura franquista intentaba imponer. Como también la irrupción de esta joven escritora desconocida y de su novela debió conmocionar el mundo literario empobrecido de un país que había perdido durante la guerra - o tenía en el exilio - a sus más importantes escritores e intelectuales.
Carmen Laforet (Barcelona, 1921 - Madrid, 2004) regresó a la casa de su abuela, en la calle Aribau de Barcelona, en 1939 para iniciar sus estudios universitarios. Inevitablemente, sus vivencias del año que vivió allí, antes de trasladarse a Madrid, están en el sustrato de Andrea. Es sobrada la bibliografía, y las referencias en la red, en las que se puede ahondar en la biografía de Laforet, en el éxito de Nada y en su escasa obra literaria posterior.
Con la tecnología de Blogger.