martes, 31 de diciembre de 2013

Franz Werfel, Una letra femenina azul pálido

Pablo Picasso, Mujer melancólica (1902).
Hoy las cartas no nos traen más que recibos encarecidos de la luz y resguardos bancarios, ya ni siquiera llegan christmas. Lo inesperado nos sorprende por teléfono y la desgracia nos aborda con el sonido intempestivo del móvil. Pero hubo un tiempo en el que cada mañana el correo nos podía cambiar la vida para siempre. Es lo que le pasa, por ejemplo al escritor R. cuando, de vuelta de un paseo por las agradables calles de Viena, le espera en casa una Carta de una desconocida - Stefan Zweig, 1927 - que le pone al día de tantas cosas sobre su propia vida de las que nunca tuvo la menor idea. Lo mismo le pasa una mañana de octubre de 1936, también en Viena, a Leónidas, el protagonista de Una letra femenina azul pálido (1941).
Leónidas, hijo de un vulgar catedrático de latín, es funcionario del ministerio de Educación y se casó, con separación de bienes por deseo de él, con una joven - ella se enamoró profundamente de él - perteneciente a una de las más ricas e importantes familias de Europa. Entre las cartas que le felicitan por su quincuagésimo cumpleaños, se haya una no escrita a máquina sino por una mano femenina cuya letra reconoce de inmediato; es la de una mujer con la que tuvo una relación pocos meses después de casarse, hace dieciocho años. Vera, esta mujer, de origen judío, se dirige a él, en su condición de funcionario, para pedirle, por favor, que ayude a un joven a salir de Alemania. La feliz vida de la sociedad vienesa de entreguerras se tambalea; la sombra de Hitler y del nazismo se extiende, aunque en Una letra femenina azul pálido no se explicite.
Desde que lee la carta de Vera después del desayuno, acompañamos a Leónidas durante todo el día; a su trabajo en el ministerio, a su vuelta a casa para comer con su mujer Amelie. a su encuentro con Vera en el hotel en que se aloja, a la ópera por la noche. Y acompañamos a Leónidas también en el fluir de sus pensamientos; la carta, lógicamente, no le deja pensar en otra cosa. Recuerda que ya hubo otra carta de Vera, quince años antes, que, en aquella ocasión no abrió, recuerda que había conocido a Vera unos años antes de su relación... A cada conclusión evidente que realiza Leónidas - sobre qué pretenda Vera, sobre quién sea el joven de diecisiete años, sobre cómo debe actuar él... - responde el narrador con una sorpresa, con un giro inesperado, con un planteamiento de los hechos opuesto al imaginado por Leónidas...
El lector disfruta de los giros del relato de esta breve novela perfectamente construida. El estilo conciso y breve, la carga del relato sobre las palabras o pensamientos del protagonista, las escasas descripciones y digresiones, la presencia, sin embargo, poderosa del autor moviendo los hilos de la realidad de manera que, por firme que sea la personalidad y la resolución del personaje, éste se vea zarandeado como un pelele, recuerdan a otras novelas de autores centroeuropeos contemporáneos, e incluso amigos, de Werfel, como Zweig o Kafka. Pero en estas mismas características de Una letra femenina azul pálido encontramos resonancias nivolescas que nos recuerdan a Augusto Pérez, a don Sandalio, a Avito Carrascal y los demás personajes de las "nivolas" de Unamuno.
Franz Werfel (Praga, 1890 - Beverly Hills, 1945), praguense y judío como Kafka, también como él escribió en alemán. Werfel cultivó tanto la novela como la poesía y el teatro. Tras el anschluss en 1938 abandonó Viena y se trasladó primero a Francia y después a California. A pesar de no ser un autor demasiado conocido, su obra ha tenido en España una recepción relativamente amplia, especialmente desde que Anagrama publicara por primera vez Una letra femenina azul pálido en 1994.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Yoram Kaniuk, 1948

Yoram Kaniuk (tercero por la izquierda) en 1948.
Tras la Segunda Guerra Mundial, judíos de toda Europa viajaban en barco camino de Palestina, todavía bajo el mandato británico. Eran inmigrantes ilegales, pues Inglaterra restringía su entrada en Israel. En el verano de 1947, uno de esos barcos, el Exodus, fue obligado a regresar a Francia, de donde había partido; su historia es bien conocida gracias a la novela homónima de 1958 de Leon Uris y su versión cinematográfica de 1960 de Otto Preminger. Tras el incidente del Exodus, la ONU acordó  el 29 de noviembre la partición de Palestina en dos nuevos Estados; uno árabe y otro judío. La partición no satisfacía a los países árabes y se inició en 1948 la primera guerra del conflicto árabe-israelí que, desde entonces, pervive hasta hoy.
El Palmaj, una fuerza paramilitar creada en 1941 por los británicos para defender Palestina de una posible invasión nazi, se convirtió en 1948 en un informal ejército formado por jóvenes con escasa preparación militar dispuesto a alcanzar la independencia de Israel y fundar el primer Estado judío de la historia. Proclamada la independencia de Israel el 14 de mayo de 1948, se produjo el ataque árabe pocas horas después.
Pocos meses antes de acabar el bachillerato, Yoram Kaniuk, abandonó los estudios para incorporarse al Palmaj. 1948 (2010; Libros del Asteroide, 2012) es el relato que, sesenta años más tarde, Kaniuk hace de sus recuerdos de entonces. Ni siquiera asegura a ciencia cierta qué recuerdos realmente lo son y cuales los ha ido formando a lo largo de estos años. No importa mucho que los recuerdos sean fieles a los hechos; libros y películas exquisitos, historiadores eruditos
enmascaran el pasado a fin de que sea eso lo que se recuerde".
Ocurrieran los hechos así o de otro modo, 1948 nos trae los recuerdos de un muchacho de diecisiete años, nacido en Tel Aviv, aunque su familia provenía de Alemania, hijo de un matrimonio culto, miembro de Hashomer Hatzair, la organización juvenil de los sionistas socialistas. Recuerdos, en todo caso, que no nos hablan de heroísmo patriótico, sino de la confusión de ideas propia de la edad, la improvisación militar, la escasa preparación, el rechazo en ocasiones de sus compañeros por su origen social - "niño mimado de mamá"- o por su ideología de izquierdas; defiende un estado binacional, cree en la fraternidad (es decir, no odia a los árabes), del horror de la guerra, de los muertos que caen a centímetros de ti, de salvar la vida por los pelos, de matar, de matar - tú mismo - a niños inocentes, de ser herido y estar al borde de la muerte... Y también 1948 nos deja ver la división, y el enfrentamiento, de los judíos entre los sionistas, principales defensores de la creación del Estado de Israel, que hablan hebreo y lo reivindican como lengua nacional - lengua que durante siglos había quedado restringida a usos cultos y religiosos y fuera del uso cotidiano -, y otros sectores, contrarios al Estado de Israel, como los ultraordoxos, que hablan yidis y se niegan a emplear el hebreo. La lengua, como siempre, fundamento de una nación, arma de enfrentamiento ideológico.
Todo esto lo cuenta Kaniuk, desde el desencanto, con un lenguaje desenfadado, un estilo nada grave, como si la guerra fuera algo divertido. Y es que lo que refleja es la inconsciencia con la que él y tantos otros jóvenes se alistaron en una fuerza paramilitar con la intención de fundar un Estado, aunque no supieran qué era eso ni cómo hacerlo, la inconsciencia con la que se enfrentaron a la guerra y a la muerte formando un ejército que parecía, como suele decirse, "el de Pancho Villa". La reflexión queda en manos del lector.
Yoram Kaniuk (Tel Aviv, 1930 - 2013) es autor de una extensa obra que aborda con frecuencia el conflicto entre árabes e israelíes. En España la recepción de Kaniuk es escasa; Versal publicó en 1988 El buen árabe y Libros del Asteroide, además de 1948, El hombre perro en 2007, también publicada por Siruela en 2008. 

domingo, 15 de diciembre de 2013

Carlos Castán, La mala luz

Hay novelas que exigen del lector esfuerzos titánicos y el lector avanza por sus páginas, resiliente, soportando como Tántalo el peso de la piedra, si es que la piedra no le arrolla, le pasa por encima y el libro queda abandonado cogiendo polvo por cualquier rincón de la casa. Novelas de párrafos interminables capaces de ocupar uno solo de ellos decenas de páginas porque por su tinta se desparrama la verborrea del autor o del narrador, que igual da porque tanto uno como otro pueden padecer esa incontinencia, agravada muchas veces, por tasas bajísimas de coagulación. Así, no sólo los párrafos se alargan infinitamente como hilos de Ariadna, sino que las propias oraciones que los componen, una sola quizás, se enmarañan en una sucesión de comas, de nexos subordinantes, de citas culturalistas, sin encontrar punto alguno sino el punto final de párrafo seis páginas más allá, componiendo así un pantano cenagoso de letras movedizas del que el lector luchará por salir si es que no acaba viendo en él un panorama triste ideal para el propósito de un suicida como el que ve el protagonista de Morir con hormigas en la boca, de Miguel Barroso, desde la ventana de su hotel en Guanabacoa. Hay novelas que piensan que el lector no tiene familia, ni trabajo ni otras preocupaciones, no tiene otros gustos - ni otros gastos -, otras aficiones ni ocupaciones, que la vida del lector es tediosa como la de una marquesa rusa del siglo XIX en su casa de campo durante el largo invierno, como la protagonista de  Felicidad conyugal de Tolstoi, y piensan que el lector encontrará en ellas la única alternativa al aburrimiento. Párrafos interminables como los de estas novelas encontramos, por ejemplo, en las de Antonio Muñoz Molina; pero, naturalmente, no hablamos aquí de eso. Esos párrafos extensos de las novelas de Muñoz Molina son siempre poderosos como toda la prosa de nuestro mejor novelista, tienden al remanso y circulan por meandros, pero tienen un lugar al que llegar, están llenos de contenido, sirven a una trama, conforman una gran obra... Hablamos de novelas como La mala luz (Destino, 2013) de Carlos Castán, en cuyas primeras líneas sabemos que su narrador es un hombre separado que se ha trasladado a Zaragoza y ha entablado amistad con Jacobo, otro hombre en sus mismas circunstancias, pero algo mayor y más paranoico. Por fin, pasadas sesenta páginas de reflexiones y otras pajas mentales diversas, encontraremos al narrador en París decidiéndose o no a tirarse del mismo puente desde el que lo hiciera el poeta Paul Celan cuarenta años antes, pero sin saber de qué lado del puente lo hizo Celan. Parece entonces que por fin va a empezar la novela, la acción de la novela, pero es sólo un amago, una falsa alarma, hará falta que muera Jacobo, asesinado, ya mediada la novela, para que parezca que por fin algo se mueve. Cobra la novela algo de vida entonces, al indagar el narrador en las cosas del amigo y descubrir una mujer de la que nunca le había hablado. Una novela, La mala luz, de poco más de doscientas páginas en la que en algo más de doscientas páginas no pasa nada, - y cuando pasa nos encontramos un final nada creíble - por mucho que, en la cuarta de cubierta, el editor haya pretendido engañarnos prometiéndonos otra cosa. Claro está, hay en ellas, en las doscientas y pico páginas, momentos brillantes de reflexión, como la referencia al rescate de los mineros chilenos que fue apertura de todos los informativos durante una temporada en 2010, la vuelta a casa imaginaria de uno de ellos al que nadie espera porque vive solo y no tiene a nadie; como algunas referidas a la muerte o a la relación del narrador con su madre; como el recuerdo de esas mujeres con falda de princesa india, dedicadas al yoga, que solo aceptan la bici como medio de transporte, que echan a perder las ensaladas con levadura de cerveza, que dicen "pieza" para referirse a la fruta, que sólo cenan yogur, que son expertas en distinguir distintos tipos de mieles, como si la miel, todas las mieles, no fuera otra cosa que algo asqueroso y pegajoso, chicas que nada tienen que ver contigo ni con tu vida, tus gustos y tus aficiones, y a las que, sin embargo, te has tirado más de una vez. Hay novelas, como La mala luz, de las que está prohibido hablar mal, por el contrario hay que decir de ellas que son "obras de culto" o "literatura en estado puro" y que "indagan, con una voz personal y un lenguaje de alto lirismo, en lo más intrínsecamente humano" - y echarse a temblar -, porque decir otra cosa es delatarse como alguien de pocas neuronas a quien le gusta el fútbol u otras actividades semejantes en las que jóvenes ignorantes malgastan su tiempo sudando, o le gusta el cine americano, o, peor aun, le gustan, qué ordinariez, algunas series de televisión, incluso, en el colmo del asilvestramiento, puede que disfrutes comiendo carne. Nada de eso, si somos intelectuales, capaces de alejar nuestro alma del mundo concupiscible y de los gustos más vulgares, debemos proclamar, desde nuestra altivez aristocrática, que la literatura es esto y no las novelas en las que pasan cosas.
Carlos Castán (Barcelona, 1960) es autor de varios libros de relatos - el primero de ellos Frío de vivir (1998) -. La mala luz es su primera novela.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Horace McCoy, Debería haberme quedado en casa

Ralph, veintitrés años, comparte piso con Mona; es una manera de ahorrar gastos. Mona y Ralph son dos de los miles de jóvenes que abandonaron su casa en cualquier pueblo de Estados Unidos para buscar trabajo, dinero y fama en Hollywood, en el cine. Son los años treinta; los años dorados del cine, pero también los de la Gran Depresión y la corrupción política. El mundo del cine anda agitado, además, en el apoyo a los republicanos españoles y en el rechazo a Hitler.
En sus pueblos todo el mundo se acuesta temprano para hacer todas las mañanas lo mismo y todo el mundo está siempre pendiente de lo que hacen los demás. En Hollywood a nadie le importa lo que haces y cualquier día puedes encontrarte en una fiesta en Beverly Hills rodeado de estrellas de cine, famosos y periodistas. Cualquier día puedes encontrarte con una vida de lujo siendo gígolo de compañía de una señorona rica. El sueño, en cambio de triunfar como actor resulta más difícil de alcanzar. Incluso, simplemente, encontrar un insignificante papel de extra resulta imposible. Y más si tienes, como Ralph, ese acento sureño, de Georgia, que tan mal da en pantalla - acaba de nacer el cine sonoro -. Por eso, la mayoría de los días no sabes qué hacer para conseguir unos dólares y poder pagar el alquiler.
En sus pueblos, por supuesto, todos saben - porque eso cuentan estos chicos como Ralph y Mona en sus cartas - que ellos son triunfadores y actores de éxito. La realidad es muy distinta, por eso uno acaba pensando que mejor le hubiera ido si se hubiese quedado en casa. Pero volver ya es imposible.
Debería haberme quedado en casa (1937) es una novela con la que pasaréis un buen rato. Al mismo tiempo que sentiréis cierta amargura ante las miserias de Hollywood y una tierna pena solidaria con Ralph. Una lectura amena que no os defraudará.
Horace McCoy (Pegram, 1897 - Beverly Hills, 1955) es uno de los grandes - con Hammett y Chandler - de Black Mask, la revista con la que nació la novela negra. Como casi todos aquellos escritores, también trabajó escribiendo guiones para Hollywood. Es autor de novelas como ¿Acaso no matan a los caballos? - llevada al cine como Danzad, danzad, malditos - y Los sudarios no tiene bolsillos.
La recepción de McCoy en España es tardía; la primera edición de ¿Acaso no matan a los caballos? es en catalán, Edicions 62, en 1967. Península publicaría esta novela en castellano en 1973. En 1977, la imprescindible colección Libro Amigo, en su Serie Negra,, de Bruguera, publicó Debería haberme quedado en casa, pero bajo el título, quizá en honor de la película de 1932, Luces de Hollywood (crítica de Augusto Martínez Torres en El País). El mismo año, también Bruguera, publicó Di adiós al mañana. En 1987, otra colección mítica, fundamental en la recepción de novela negra en España, Etiqueta Negra, de Júcar, nos trajo Los sudarios no tienen bolsillos, que un año antes edita en catalán Edicions 62. Estas cuatro novelas de Horace McCoy se han ido reeditando, desde entonces, en distintas ocasiones. Las más recientes por Akal en Básica de bolsillo, en la que Debería haberme quedado en casa apareció en 2010.
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