domingo, 23 de abril de 2017

Anthony Hope, El prisionero de Zenda

La "novela ruritana" es un "género" literario que engloba novelas, obras teatrales y películas ambientadas en imaginarios y amables países centroeuropeos. Se trata de historias de aventuras, de capa y espada, protagonizadas por reyes y aristócratas en tiempos que podemos asimilar a la segunda mitad del XIX - la corte de Sissi - o, en todo caso, previos a la Primera Guerra Mundial. En estas cortes idílicas, preindustriales, románticas, duques, marqueses, príncipes y reyes se ven enredados en luchas palaciegas e historias de amor. Nada puede hablarnos mejor del éxito y popularidad de El prisionero de Zenda (1894) que la etiqueta "novela ruritana", pues hace referencia a Ruritania, el país, no muy lejano de Dresde, donde transcurre la acción de la novela. Parece razonable situar Ruritania en Bohemia, en una zona fronteriza entre Alemania y la República Checa. Ruritania ha dado nombre, también, a una fuente tipográfica de tipo gótico.
En el año siguiente a su publicación, El prisionero de Zenda fue llevada a la escena en Nueva York. Desde entonces las adaptaciones teatrales, radiofónicas, cinematográficas y televisivas han sido numerosas. El éxito llevo a Hope a continuar las aventuras de sus protagonistas en Rupert de Hentzau en 1898 y, antes, en 1896, aunque parece que con menos fortuna, a escribir El corazón de la princesa Osra, que podemos considerar una precuela de El prisionero de Zenda.
El protagonista, un aristócrata inglés, acude a la coronación del rey de Ruritania. Resulta que ambos guardan un tremendo parecido físico (líos de faldas de un bisabuelo común) gracias al cual los consejeros del rey le convencen de que se haga pasar por él y poder ocultar al pueblo que el rey ha sido secuestrado por su hermanastro - que aspira al trono -, mientras se resuelve el conflicto. Lo demás, a estas alturas, no nos debe sorprender, de manera que aun tiene más mérito que nos divierta como lo hace.
Tiene El prisionero de Zenda elementos que garantizan su popularidad; aventuras, ambiente aristocrático, palacios y castillos, una historia de amor, una princesa enamorada, un protagonista generoso, atractivo, valiente, un antagonista envidioso, unos malos malvados, personajes nobles, escenas de peleas y luchas de espadachines, un pueblo feliz amante de su rey, dosis de confusión, intriga y suspense, personalidades misteriosas, final feliz... Pero tiene también la capacidad de no envejecer propia de las grandes obras de la literatura universal - salvo algunos comentarios sobre las mujeres que hoy resultan rancios -. Leída más de un siglo después de su publicación esta novela resulta fresca y divertida, capaz de entretenernos sin que su lenguaje nos resulte antiguo, sus descripciones tediosas o su ritmo lento...
Sin embargo, ninguna de las demás obras de Anthony Hope (Londres, 1863 -Surrey, 1933) parece haber merecido excesivo reconocimiento. La recepción de El prisionero de Zenda ha sido amplia en España, al calor de sus versiones cinematográficas, aunque en las dos ediciones (sin fecha) anteriores a 1928 se publicó con el título de El rey sustituto. Como Rey en la tumba, también antes de 1928, se publicó Rupert de Hentzau, cuya última edición española es de 1958.

sábado, 15 de abril de 2017

Stephanie Vaughn, Alfa, Bravo, Charlie, Delta

Los diez relatos que, recogidos bajo el título del primero, ha publicado en marzo de 2017 Sajalín, constituyen la única obra de Stephanie Vaughn, que en Estados Unidos fue publicada en 1990 bajo el título de Sweet talk. Su reedición en 2012 con palabras elogiosas de Tobias Wolff explica, seguramente, esta edición española. 
El conjunto de estos relatos resulta desigual (lo que probablemente es lógico si consideramos que, individualmente, fueron escritos y publicados entre 1978 y 1990); algunos son interesantes y/o divertidos y/o entrañables mientras a otros les cuesta bastante más enganchar al lector. Protagonizados todos por mujeres, tienen, más o menos, como tema común las relaciones familiares.
Varios de ellos están protagonizados por Gemma Jackson y su familia. El padre de Gemma es un oficial del ejército destinado en distintas bases de todo el mundo, un hombre de recta moral castrense que, sin embargo, un día comete una insubordinación, y que va educando a su hija mediante continuos consejos:
- No levantes la voz - me aconsejó mi padre aquel día, mientras nos comíamos la calabaza y el pollo recalentados - Si no levantas la voz conseguirás lo que te propongas.
- Y termina siempre las frases - añadió -. Has adquirido esa costumbre de los adolescentes de dejar las frases sin terminar. Tienes que aprender a hacer una pausa al acabar de exponer una idea. Utiliza el punto y coma y el punto y seguido en tu conversación.
- Si pierdes - me advirtió -, no llores. Y si ganas, no te regodees.
Mientras su suegra no para de criticar cuanto él hace y dice, considerándole un inútil con el que su hija nunca debió casarse, su mujer, como tantas madres y esposas es templadora de gaitas profesional.  La madre, unos años después de las muertes del padre y de la abuela sufrirá un cáncer que no quiere asumir. Finalmente, MacArthur, el hermano pequeño de Gemma, acabará participando en la guerra de Vietnam, lo que ella recordará siendo ya profesora universitaria. Como recuerda también al perro que dejaron en Fort Niagara cuando les enviaron a Oklahoma o el viaje desde Oklahoma para asistir en Ohio, la tierra de origen de la familia, al funeral de un tío.
Junto a los relatos sobre la familia Jackson; el divertidísimo de la pareja, la ex mujer y la vecina que comparten ladillas, el de la mujer que tiene un accidente de tráfico, el de la pareja que se autodestruye  inventando falsos amantes mientras viajan de una punta a otra del país o el de la joven madre que pasa el día en casa con sus dos hijos pequeños superando todo tipo de incidencias y recibe la llamada del marido para decirle que ha tenido una avería y dormirá en casa de unos amigos; ni siquiera le pregunta ¿qué tal el día?

viernes, 7 de abril de 2017

Edward Lewis Wallant, Los inquilinos de Moonbloom

En 1925 Manhattan Transfer, de John Dos Passos, - al margen de otras consideraciones - aportó a la novela una novedad: el protagonista colectivo. Esta novedad resultó grata en las décadas siguientes - fundamentalmente en la de los cincuenta - a quienes quisieron narrar la vida - pobre - de las clases medias y obreras urbanas. En esta línea se inscribe Los inquilinos de Moonbloom.
Norman Moonbloom, treinta y tres años, trabaja en la inmobiliaria de su hermano Irwin; su trabajo consiste fundamentalmente en cobrar en efectivo el alquiler semanal a los inquilinos de cuatro edificios de Manhattan. Acompañándole, de puerta en puerta, vamos conociendo a los distintos vecinos que constituyen ese protagonista coral. Personajes variopintos y diversos que viven, con sus soledades o sus conflictos familiares, rodeados de la miseria de las goteras, los ascensores que no funcionan, las tuberías atascadas, el frío que se cuela por las ventanas, los ruidos insoportables de el de al lado, la penuria económica, el pasado que arrastran, el futuro incierto... Mientras Irwin exige a Norman rentabilidades imposibles, los edificios se caen a pedazos, las quejas se acumulan y Norman también va a la deriva camino de la desesperanza.
Ceniciento, aplastado, Norman se fue directamente a casa, preguntándose si estaba o no al final de su temible descenso.
Entonces, mientras las letras de su apellido, Moonbloom, se van descascarillando poco a poco del cristal de la oficina donde están pintadas, en una huída hacia delante cuyo final ni conoce ni teme, Norman decide reparar personalmente todas y cada una de las deficiencias de los edificios y de las quejas de los inquilinos. Así, el protagonismo, diluido al principio entre los muchos inquilinos, se va centrando en Norman, auténtico protagonista final de la novela. De manera parecida a como el protagonismo colectivo de La colmena se focaliza en Martín Marco.
Los inquilinos de Moonbloom es una novela buena e interesante, que nos ofrece un rico panorama de personajes, aunque de lectura lenta, quizás porque, como a muchas otras de su época, se le nota un poco el medio siglo que llevan a cuestas.
Edward Lewis Wallant, nacido en New Haven, Connecticut, en 1926, murió con apenas 36 años en Nueva York en 1962. Acababa de dejar lista para la imprenta Los inquilinos de Moonbloom, que se publicó al año siguiente. Era su tercera novela. Sólo ésta y la segunda, El prestamista, han sido publicadas en España. Ambas editadas por Libros del Asteroide en 2005 y 2011 respectivamente.
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