lunes, 30 de enero de 2017

Luis Landero, El balcón en invierno

Luis Landero con sus padres y sus hermanas.

Porque lo que no se escribe se pierde sin remedio, recordamos si acaso un olor, un sabor, un gesto, un rostro...

Desde el balcón al que se asoma cuando se levanta de la mesa y hace una pausa en su labor de novelista, Luis Landero (Albuquerque, Badajoz, 1948) cree llegado el momento de hacer memoria y escribir sobre su familia. Lo hace - el relato no es lineal - intercalando tiempos y momentos de manera que poco a poco el lector va completando el puzzle de la biografía de Landero a partir de su historia familiar.
El momento que marca radicalmente su vida - uno de esos momentos cuya trascendencia sólo adivinamos mucho más tarde - fue la muerte, en mayo de 1964, de su padre cuando él tenía dieciséis años. Sobre este momento se articula buena parte del libro y sus páginas más emotivas y conmovedoras. La figura del padre autoritario al que el Luis adolescente se enfrenta, que vista en perspectiva es la de un hombre que supo entender que debía abandonar el campo donde sus antepasados habían vivido desde siempre para emigrar a la capital y buscarles allí un futuro mejor a sus hijos. Para Luis, el varón, un colegio de curas y una vida de ingeniero.
El relato tiene interés cuando habla de esta familia de emigrantes llegados al barrio de Prosperidad, de Madrid, en 1960 para que el niño estudie y la madre y las hijas saquen adelante a la familia tricotando, cuando habla de los primeros trabajos de Luis y de su acercamiento a los libros y los estudios. Pero lo pierde por momentos cuantos más kilómetros y años se aleja para hablar de la vida en el campo durante la infancia de sus padres y de la vida de parientes más lejanos y aun más incultos y pegados a la tierra. Así, un libro que promete cuando aparece el momento crucial de la muerte del padre, se desinfla por momentos según avanza hacia su final.
No queda claro si Luis Landero ha querido recordar su juventud, autobiografiarse u homenajear a sus padres y antepasados. El problema es que - al margen de los años mozos del autor, su capacidad para hacerse así mismo y convertirse en novelista de pro desde su origen emigrante y no haber conocido los libros hasta casi los veinte años, y de la visión de su padre que supo escapar del campo en el momento adecuado - la vida de los parientes de Landero no tiene mayor interés que la del abuelo de Sergio del Molino y, por otra parte, Landero tiene el pudor de no centrarse en la vida que si puede tener interés; la suya.
Juegos de la edad tardía (1989) y Caballeros de fortuna (1994), sus dos primeras novelas, son, probablemente las obras más prestigiosas del autor de El balcón en invierno (Tusquets, 2014).

domingo, 22 de enero de 2017

Pierre Lemaitre, Tres días y una vida

Todos podemos sufrir un momento de ira. Hasta el más calmado y juicioso de nosotros puede verse arrastrado por la cólera o la locura durante un segundo. Ocurrirá entonces algo inesperado un segundo antes e increíble y vergonzante un segundo después. Si, además, la mala suerte se nos cruza en ese instante de ira, es posible que en ese segundo hagamos algo - por ejemplo, cometer un delito, un crimen - que marque con la desgracia el resto de nuestras vidas. Si, ítem más, tenemos doce años, no tendremos una visión ajustada de la vida y, en consecuencia, tampoco de lo que hemos hecho y sus consecuencias.
Eso le pasa a Antoine, un chaval, muy majo, de doce años, en los días de la navidad de 1999 en un pequeño pueblo francés. La navidad en que ese pueblo, como tantos otros de Francia y otros lugares de Europa, es asolado por el huracán Lothar. El huracán arrasa también con el crimen de Antoine y condena al muchacho a la tortura de vivir para siempre sin saber si su culpabilidad será descubierta algún día. En cuanto puede, Antoine sale del pueblo para hacer interno el bachillerato.
Todos podemos sufrir en un instante un accidente, cometer una imprudencia, dejarnos llevar por un arrebato con resultado de embarazo... Y estas cosas también nos pueden cambiar la vida para siempre.
Eso le pasa a Antoine en 2011 cuando está a punto de acabar Medicina y planea, con su novia, irse al extranjero a colaborar en algún proyecto de ayuda humanitaria. Cuanto más lejos del pueblo mejor. Pero en ese verano los acontecimientos se precipitan y se empeñan en unir su vida al pequeño pueblo de su infancia que tanto repudia.
Todos guardamos secretos y, también, desconocemos cosas sobre nosotros mismos. Mientras, otros - familiares, pero no sólo - saben, ocultan, callan y un buen día (nos) descubren cosas o secretos sobre nosotros mismos o nuestra familia que ignorábamos - niño, este señor es tu padre, yo te vi pasar por allí aquel día... - y nos permiten entender mejor el pasado o interpretarlo de otro modo.
Eso le pasa a Antoine en 2015, cuando ya piensa que puede vivir tranquilo porque nunca se desvelará su delito y, de repente, conoce circunstancias nuevas sobre aquellos días de 1999 y sobre su propia vida y su familia.
Sólo una mente inteligente y creativa puede ser original. Por eso la originalidad es uno de los valores que más debemos apreciar en un artista, en un escritor (y uno de los que más intentan soslayar los mediocres). Y en el caso de la narrativa debemos valorar la originalidad argumental muy por encima de los artificios de barroquismo formal que, en tantas ocasiones, sólo pretenden engañarnos enmascarando carencias. Es posible que Vestido de novia vaya de más a menos porque entra en una espiral de casualidades imposibles, es posible que Nos vemos allá arriba tenga sus altibajos, pero lo que es indudable es que Pierre Lemaitre posee un estilo literario propio e inconfundible y una originalidad indiscutible.
Tres días y una vida (2016; Salamandra, 2016) es una novela excelente que acredita la valía de su autor. Se vale Lemaitre, como en Nos vemos allá arriba, de un planteamiento insólito y de un narrador externo, autorial, que se aleja de la acción y de los personajes mediante sus comentarios y mediante  un estilo exquisito y culto, pero al mismo tiempo ágil y cargado de fino humor. Adopta así el narrador una perspectiva elevada sobre la historia que le permite jugar a su antojo con los personajes y permite al lector contemplar con una sonrisa acciones espantosas y personajes anímicamente torturados. Bien medida en su extensión, Tres días y una vida nos presenta la decimonónica vida de un pequeño pueblo al llegar el siglo XXI, un protagonista analizado psicológicamente, una madre silenciosa más que interesante y unos secundarios caricaturescos y divertidos.

sábado, 14 de enero de 2017

Josephine Tey, La hija del tiempo

Theodor Hildebrandt, El asesinato de los hijos del rey Eduardo (1835).
La verdad es la hija del tiempo.
Es el proverbio chino que da título a esta novela. Josephine Tey es el seudónimo de su autora, Elizabeth Mackintosh (Inverness, 1896 - Londres, 1952), que la publicó en 1951. Y Alan Grant, el detective de Scothland Yard que la protagoniza.
Resulta que Grant está hospitalizado porque en una persecución se ha roto una pierna y como se aburre - las novelas que le regalan las visitas carecen de interés - su amiga Marta Hallar, una importante actriz, le sugiere que siga alguna investigación "académica" desde la cama. Resulta también que Marta le regala unas litografías; una de ellas es el retrato del rey Ricardo III. Atraído por el rostro del monarca, Grant decide investigar el asesinato de los Príncipes de la Torre (asfixiados con una almohada), que la historia atribuye a una orden de Ricardo para apartarlos de la sucesión. Para llevar acabo la investigación Grant, inmovilizado, requerirá de ayuda, que también le proporciona Marta; Brent Carradine, un joven norteamericano ocioso que está en Londres porque está enamorado de una joven actriz a la que sigue.
Antes de que llegaran las preocupaciones por lo social - los Jóvenes Airados en Inglaterra -, la literatura de evasión tuvo un momento de éxito en la postguerra. En el caso de La hija del tiempo la evasión la proporciona un novela-enigma típica del género de la novela policiaca clásica en la que un inteligente policía, con un ayudante eficaz pero fiel a su papel subalterno, desvela la verdad sobre un crimen que, en este caso, no es que resulte anecdótico e incapaz de revolver los cimientos de la buena sociedad, es que ocurrió a finales del siglo XV. Además, la acción de la novela carece de cualquier referencia temporal (imposible saber si debe situarse antes o después de la Segunda Guerra Mundial).
Resulta por tanto que Grant, con los libros que le traen a la cama y las investigaciones de Carradine en los archivos del Museo Británico, descubre que Ricardo III no pudo matar a sus sobrinos en la Torre de Londres y que el principal sospechoso del crimen es, en cambio, su sucesor en el trono, Enrique VII, el primer Tudor. Lástima que no sea un descubrimiento nuevo; algunos historiadores ya lo habían afirmado así a lo largo de los siglos. Pero a pesar de ello, la imagen de Ricardo como un ser malvado, que la historia y Shakespeare han creado, sigue en pie. La reflexión de Grant es que el trabajo de los historiadores es una chapuza basado en ideas y prejuicios, a diferencia de la eficiente investigación policial basada en hechos. La reflexión que le queda al lector es que la historia la escriben los vencedores.
En fin, un relato mucho más histórico que policial, en el que es fácil perderse entre tanto rey, tanto noble, tanto intrigante y tanto muerto, y también es fácil aburrirse. Porque tampoco se puede decir que la fuerza de los personajes salve la novela. Poca o ninguna acción, poca o ninguna intriga policial, diálogos suficientemente ágiles, y, eso sí, una interesante información sobre un momento importante de la historia de Inglaterra; el final de la dinastía de York, coincidente con el final de la Edad Media. Por si os interesa la polémica sobre la figura de Ricardo III os dejo este enlace a National Geographic.
La primera edición de La hija del tiempo en España es la de RBA de 2012. Anteriormente de su autora sólo se habían publicado Han raptado a Betty en 1949 y El caso Franchise en 1974.

viernes, 6 de enero de 2017

Stephen Crane, El rojo emblema del valor

La guerra es, claro está, un asunto literario tan antiguo como la propia literatura; el Gilgamesh, la Iliada, la Eneida... Y así hasta Guerra y paz. De una o otra manera la guerra aparece en la literatura para enaltecer el valor épico de sus protagonistas, ensalzar el heroísmo y los valores nacionales, etc. El rojo emblema del valor ocupa un lugar fundamental en la historia de la novela bélica porque significa un antes y un después.
Claro que la novela acaba ensalzando el valor de su protagonista, que portará la bandera de su regimiento. Pero, para empezar, el protagonista no es un héroe, un prócer o un general; es un simple soldado casi anónimo. A duras penas, conseguimos saber a lo largo de la novela que se llama Henry Fleming, pues el narrador siempre se refiere a él como "el muchacho". El muchacho es un adolescente campesino con un concepto idealizado de la guerra que abandona a su viuda madre (maravillosas las palabras de la madre en la despedida) para alistarse en el ejército yanqui y luchar contra los sudistas durante la Guerra de Secesión. El narrador acompaña al muchacho permanentemente de manera que conocemos todos sus recuerdos, sentimientos, dudas, ilusiones... Junto a este análisis psicológico del muchacho, el narrador nos ofrece un relato y una descripción realistas de la guerra; las condiciones de vida de la tropa, la batalla, la muerte, los heridos, las decisiones de los oficiales - acertadas o no, que implican a veces sacrificar una parte de las tropas para distraer al enemigo -... Tras unas semanas de tensa espera el muchacho entra en combate y, llegada la hora de la verdad, le puede la cobardía y huye del frente, recorre la retaguardia llena de muertos, mutilados y heridos. Al día siguiente, intentará compensar su cobardía buscando un rojo emblema del valor - una herida - que repare su comportamiento deshonroso - aunque nadie se haya fijado en él, que, como los demás soldados, no es más que un anónimo peón -. Avanzará entonces con arrojo por el campo de batalla portando la bandera.
El rojo emblema del valor sitúa su acción en la guerra civil norteamericana, pero no nos habla de ella ni de su resultado; simplemente, toma de ella unos días y una batalla para hablarnos de la guerra como tal. El protagonista es casi anónimo y de un origen vulgar, forma parte de la masa del ejército, nada le distingue de cualquier otro soldado raso. El narrador adopta un punto de vista realista, describe los campos sembrados de cadáveres y los heridos que se arrastran en busca del hospital, analiza psicológicamente al protagonista cuyo idealismo, ante la cruda realidad, se trastoca primero en cobardía y después en valor... Todo ello es nuevo en la novela sobre la guerra y hace, en gran medida, de El rojo emblema del valor la primera novela antibelicista. Tras ella, se acabó la épica en la novela bélica que, en el siglo XX y el XXI seguirá el camino marcado por Stephen Crane y se centrará en los soldados de a pie y en el horror, el drama y la muerte que las guerras llevan consigo; muestra de ello son las novelas del género de las que hemos hablado anteriormente.
Esta novela tuvo un éxito fulminante: publicada en octubre de 1895, vio diez ediciones en un año. Su popularidad se incrementó tras la primera guerra mundial y en 1951 John Huston rodó su versión cinematográfica. En España, son abundantes las ediciones de esta novela que se han publicado desde la de Mateu de 1958, que fue la primera de ellas. Aquí hacemos referencia a la de 2004 que cierra la colección El País Aventuras.
Stephen Crane (Newark, New Jersey, 1971 - Badenweiler, Alemania, 1900), periodista, escribió esta emblemática novela antes de ser corresponsal en la guerra de Cuba. Poco después enfermó de tuberculosis, enfermedad que causó su temprano fallecimiento.
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