martes, 31 de marzo de 2015

Dolores Redondo, El guardián invisible

Aunque parece una policía veterana, Amaia Salazar, inspectora de la Policía Foral navarra, sólo tiene treintaiún años cuando en febrero de 2012 un asesino en serie mata a varias adolescentes en su pueblo natal, Elizondo. Su conocimiento del lugar y su formación en serial killers en Quantico (la célebre Academia del FBI) hace que la investigación recaiga en sus manos.
Por el precio de un thriller, así se publicita falsamente, además de como el primero de una trilogía cuyas segunda y tercera partes están por escribir, El guardián invisible (Destino, 2013) nos vende:

  • un fascículo divulgativo de la mitología y la cultura popular vasca: el lector acabará la novela conociendo divinidades y seres legendarios que seguramente no conocía, sabrá algo más sobre brujas y ciencias ocultas y, de paso que ir de txikitos con el aita significa tomarse unos vinos con su padre.
  • una más o menos interesante novela introspectiva: a pesar de haber estado allí en navidades, como cada año, es esta vuelta a casa en febrero la que provoca que Amaia Salazar se enfrente a los fantasmas del pasado (una madre loca que la maltrataba) y a su relación con su tía y sus dos hermanas, y a la de estas con sus respectivos maridos.
  • y un disfraz de novela negra: un asesino en serie mata a chicas adolescentes a un ritmo que más parece propio de Ciudad Juárez que de una localidad rural de apenas tres mil habitantes como Elizondo (Navarra) sin que el asunto provoque la menor inquietud social, mediática o política.

Un tres por uno de resultado lamentable, a pesar de que la lectura no resulta pesada y eso que, pasadas las primeras páginas, el interés decae por momentos. Quizá cada una de las tres partes hubiera merecido la pena de haberse vendido por separado. La historia personal de Amaia podría haber llegado a ser una novela aceptable, incluso decorada con motivos mitológicos vascos. Pero la mezcla de brujas y relato criminal es tan imposible como la del agua y el aceite. Claro está que lo del relato criminal es un mero disfraz cuyo objetivo no es otro que engañar a los lectores y vender libros; objetivo mercantil por el que ni la autora ni la editorial han tenido el menor escrúpulo a la hora de faltarle el respeto al género y los lectores - todo por la pasta -. Y como lo criminal es un disfraz mal cosido, el intento de imitar a Asa Larsson es patético.
La incoherencia y la inverosimilitud son dos pecados imperdonables en una novela criminal y tan mortales como la ausencia de intriga; El guardián invisible es un pecador contumaz. La novela carece de intriga y tensión pues el relato se interrumpe continuamente para dar paso al relato introspectivo y así no hay investigación que se sostenga. El estilo de Dolores Redondo carece de calidad literaria como acredita, por ejemplo, su falta de coherencia, si no lógica, al menos sintáctica (cualquier escolar sabe que después de escribir "un coche" en la línea siguiente debe escribirse "el coche" y no otra vez "un coche"). Todos los personajes se expresan igual y, lo que es peor, de manera absolutamente inverosímil (el parlamento de la madre desolada, llorosa y casi inconsciente, apenas unas horas después del entierro de su hija es, simplemente, imposible) y en ocasiones como enciclopedias con patas. Por cierto, ¿Los cuerpos de muchachas terriblemente asesinadas se entierran en menos de cuarenta y ocho horas como si hubieran muerto enfermas en una cama de hospital? El tiempo es un problema grave de esta novela; es imposible que el lector tenga una idea clara del transcurso de los días. Que, en cualquier caso, son pocos y, sin embargo, la magnífica inspectora Salazar (en los pocos días que pasó en Virginia - ¿qué hacía allí una joven policía foral navarra? - ya dejó constancia en el FBI de ser una de las policías más brillantes del mundo), se cabrea porque pasan los minutos y el caso no se resuelve (tan lejos de la sabia paciencia de agentes como Martin Beck). Nuestra heroína es la única mujer que ha llegado a inspectora en su cuerpo policial; del hostil mundo varonil que la rodea se defiende explicando a sus subordinados qué es un pintalabios. Su mano derecha es el atractivo subinspector Jonan Etxaide que, varios años más joven que ella (es decir, un veinteañero), no sólo es policía sino, además, doctor en Antropología y doctor en Arqueología; Amaia se encarga de aclarar innecesariamente que es inofensivo porque es gay. Su marido - el de Amaia - es un escultor norteamericano que responde a todos los tópicos sobre norteamericanos y Pamplona; así que para colmo Amaia y James viven en plena calle Mercaderes. Y, como es artista, le sobra todo el tiempo del mundo para desplazarse con ella hasta Elizondo y permanecer allí mientras dura la investigación holgando en compañía de Ros, una de las hermanas de Amaia, y de Engrasi, su tía. Como Engrasi y Ros son expertas echadoras de cartas, Amaia recurre a ellas para intentar resolver el caso por el científico procedimiento de barajar y cortar. Como no hay verdadera intriga criminal, el caso se resuelve de la primera manera que se le ocurre a la autora una vez que ha llegado a las obligatorias cuatrocientas páginas; cargando las muertes al primero que pasa por allí, sin explicación alguna de a cuento de qué el asesino dejaba pastelitos sobre el pubis de las víctimas, sin que le pase nada a la vengadora que acaba con él... Bien está que Amaia se enfrente a los "fantasmas" del pasado y que la gente del pueblo pueda atribuir los crímenes a la presencia de un basajaun, pero que una cámara grabe el encuentro de Amaia con el basajaun o que a Amaia se le aparezca y le hable la diosa Maya...
En fin, una mala novela. Qué se le va a hacer. Incluso hay gente a quien le parece buena. Pero el problema no es ese, el problema es que los papeles de Redondo son tan despreciables como los de cierto tesorero que hace tiempo que no trabaja en Génova. ¿La señora Dolores Redondo es capaz de salir a la calle?, ¿piensa la editorial Destino devolver el dinero a quienes lo han malgastado comprando El guardián invisible? Cualquiera de mis alumnos sabe que quien copia está suspendido de por vida y que quien piratea tiene un nombre - ladrón - pero, desde luego, quien se descargue por la jeró los libros de Dolores Redondo tiene cien años de perdón. Veamos:
- ¿Qué sabe sobre el rigor mortis?
Jonan suspiró antes de comenzar a hablar con un tono parecido al que debió de utilizar en sus días de escuela cuando contestaba a la profesora.
- Bueno, sé que empieza en los párpados unas tres horas después de la muerte, extendiéndose por la cara y el cuello hasta el pecho para ampliarse finalmente a todo el cuerpo y las extremidades. En condiciones normales se alcanza la rigidez completa en torno a las doce horas, y empieza a desaparecer siguiendo el orden inverso en torno a las treinta y seis.
- No está mal, ¿qué más? - animó el doctor.
- Constituye uno de los principales marcadores para hacer la estimación de la data de la muerte.
- ¿Y cree que podría hacerse una estimación bsándose únicamente en el grado del rigor mortis?
- Bueno... - titubeó Jonan.
- No, rotundamente - aseverço San Martín -. Elgrado de rigidez puede variar debido al estado muscular del fallecido, la temperatura de la habitación o exterior, como en este caso, temperaturas extremas que pueden hacer parecer que hay rigor mortis, por ejemplo en el caso de los cadáveres expuestos a altas temperaturas o que sufrían espasmo cadavérico, ¿sabe lo que es?
- Creo que se llama así cuando en el momento de la muerte de músculos de las extremidades se tensan de tal modo que sería difícil arrebatarles cualquier objeto que sujetasen en ese preciso instante.
- Así es, por lo tanto recae una gran responsabilidad sobre el patólogo forense. No debe establecerse la data sin tener en cuenta estos aspectos y, por supuesto, la hipóstasis... La lividez post mortem, para que me entienda. Habrá visto esas series americanas de televisión en las que el forense se arrodilla junto al cuerpo y al cabo de dos minutos está estableciendo la hora de la muerte - dijo alzando teatralmente la ceja -. Pues deje que le diga que es mentira. El análisis de la cantidad de potasio en el líquido del ojo ha supuesto un gran avance, pero sólo podrá establecer la hora con mayor precisión después de la autopsia".
Dolores Redondo, El guardián invisible, p. 17 y ss.
Y ahora:
- Seguro que lo sabe todo sobre el rigor mortis, sargento - le dijo a Benton.
- Todo no, señora. Sé que empieza en los parpados unas tres horas después de la muerte, que se extiende por la cara y el cuello hasta el torax, y por fin el tronco y las extremidades. En general, la rigidez es completa en unas doce horas y empieza a desaparecer siguiendo el orden inverso al cabo de unas treinta y seis horas.
- ¿Y cree que el rigor mortis sirve para hacer una estimación fiable de la hora de la muerte?
- No fiable del todo, señora.
- No fiable en absoluto. La cosa se puede complicar debido a la temperatura de la habitación, el estado muscular del individuo, la causa de la muerte, y algunas circunstancias que pueden dar a entender equivocadamente que existe rigor mortis, como en el caso de los cuerpos expuestos a un calor muy intenso o el espasmo cadavérico. ¿Sabe lo que es esto, sargento?
- Si, señora. En el instante de la muerte puede pasar que los músculos de la mano se tensen de tal modo que sea difícil arrancarle de la mano a la persona muerta cualquier cosa que tuviera agarrada.
- El calculo de la hora exacta de la muerte es una de las mayores responsabilidades de un examinador medico, y una de las más difíciles. El análisis de la cantidad de potasio en el liquido del ojo ha sido un avance. Sabré la hora con mas precisión cuando haya tomado la temperatura rectal y hecho la autopsia. Entretanto, puedo hacer una evaluación preliminar basándome en las hipóstasis…, seguro que sabe que es".
P. D. James, Muerte en la clínica privada.
O veamos cómo atufa esta explicación:
El primer asesino en serie de los tiempos modernos había sido sin lugar a dudas Jack el Destripador, que asesinó a cinco prostitutas y creó gran conmoción en todo el mundo; aún hoy su identidad constituye un misterio. El contemporáneo del Jack el Destripador en Estados Unidos, H. H. Holmes, confesó haber cometido veintisiete asesinatos y fue el primer asesino en serie cuyo comportamiento se documentó. Dos décadas después surgió en Nueva Orleans un descuartizador que mataba a sus víctimas con un hacha y aterró a esa ciudad durante dos años antes de ser atrapado.
Pero la gran ola de asesinos en serie en Estados Unidos se desató tras la segunda guerra mundial, y principalmente durante la guerra de Vietnam, con unas tropas cuya media de edad era de diecinueve años y de las que se recogieron infomes y confesiones en los que se apreciaba que muchos soldados, enloquecidos por el clima de extrema violencia unido al pánico y a la impunidad de la que gozaban, se dedicaron a matar a inocentes vietnamitas y organizar masacres que dejaron a muchos de ellos marcados de por vida. Murria Glatman, de California, tomaba fotos de sus víctimas aterradas momentos antes de asesinarlas, cuando ellas ya sabían que iban a morir. Martha Beck y Raymundo Fernández, los "asesinos de corazones solitarios", mataban a las parejas a las que sorprendían haciendo el amor en sus coches. Otros casos muy conocidos fueron los de Albert De Slavo, el estrangulador de Boston; Charles Manson, que encabezaba una secta satánica que indujo a sus adeptos al asesinato de Sharon Tate, la esposa, de Roman Polanski, que estaba embarazada, y a sus invitados en la legendaria noche de los cuchillos largos, o el asesino del Zodiaco, que tras treinta y nueve víctimas desapareció sin que nunca se volvieran a saber de él.
El la década de los sesenta hubo tantos y tan crueles asesinos en serie que el sistema judicial de Estados Unidos decidió finalmente definir este fenómeno como una categoría del crimen y se comoenzaron a desarrollar estudios, estadísticas y a analizar los perfiles psicológicos de cada uno de los asesinos que iban deteniendo. Se observaba cada uno de los elementos que habían formado su vida, desde su nacimiento, sus padres, estudios, infancias, juegos, gustos, sexo, edad... Fueron así conformando un patrón de comportamientos que se repetían una y otra vez en los protagonistas de semejantes carnicerías, y que permitieron anticipar las acciones de algunos de ellos e identificar a muchos otros.
Los casos recientes eran los de David Berkowitz, conocido como "El hijo de Sam", que asesinó sin freno en Nueva York, inspirado por las voces que decía escuchar; Ted Bundy, que mató a veintiocho prostitutas en Florida; Ed Kemper, que violaba, asesinaba y descuartizaba a sus víctimas, todas jóvenes y bellas estudiantes, y finalmente, Jeffrey Dahmer, que además de asesinar y descuartizar a sus víctimas se las comía. Este fue quien inspiró a Thomas Harris cuando creó al inquietante doctor Hannibal Lecter, coprotagonista de su novela El silencio de los corderos, llevada al cine con enorme éxito y con un Anthony Hopkins arrollador en el papel del sabio asesino".
Dolores Redondo, El guardián invisible, p. 112 y ss.
Y ahora:
El primer asesino en serie de los tiempos modernos es sin lugar a dudas Jack el Destripador que asesinó a cinco inocentes peatones y creó gran conmoción en todo el mundo.
El contemporáneo de Jack el Destripador en los Estados Unidos, H.H. Holmes, confesó haber cometido 27 asesinatos y fue el primer asesino serial documentado en los Estados Unidos. Dos décadas después surgió en Nueva Orleáns un descuartizador que mataba a sus víctima con un hacha y aterró a esa ciudad durante dos años antes de ser atrapado.
Pero la gran ola de asesinos en serie en los Estados Unidos se desató tras la segunda guerra mundial y más prominentemente la guerra de Vietnam, donde aparentemente muchos soldados se dedicaron a matar impunemente a inocentes vietnamitas y organizar grandes masacres, que dejaron a muchos de ellos marcados de por vida. Murria Glatman de California tomaba fotos de sus víctimas aterradas, momentos antes de asesinarlas, cuando ellas ya sabían que iban a morir. Martha Beck y Raymundo Fernández, los “asesinos de corazones solitarios” que asesinaban a las parejas que pillaban romanceando en sus autos.
En la década de los sesenta hubo tantos y tan crueles asesino seriales, que el sistema de justicia de los Estados Unidos decidió finalmente definir este fenómeno como una categoría del crimen y se comenzaron a desarrollar los estudios, las estadísticas y a estudiar los perfiles sicológicos que hoy permiten a los cuerpos de seguridad, identificar criminales con estas tendencias.
Otros casos muy conocidos fueron los de Albert De Salvo mejor conocido como el estrangulador de Boston, Charles Manson quién encabezaba una secta satánica y asesinó a Sharon Tate, la esposa de Roman Polanski en la legendaria noche de los cuchillos largos o el asesino del Zodiaco, que tras asesinar a 39 víctimas, desapareció y nunca se ha vuelto a saber nada de él.
Los casos más recientes son los de David Berkowitz, mejor conocido como El hijo de Sam en Nueva York, Ted Bundy que asesinó a 28 prostitutas en la Florida, Ed Kemper que violaba, asesinaba y descuartizaba a sus víctimas que fueron todas jóvenes y bellas colegialas y finalmente Jeffrey Dahmer, que además de asesinar y descuartizar a sus víctimas se las comía. Este hombre fue quién inspiró a Jonathan Demme a hacer la película “el silencio de los inocentes” y sus secuelas de Hanibal.
http://www.elreto.com.mx/articulos/?method=una&idarticulo=14545
Estos dos ejemplos no son fruto de una sesuda investigación filológica; bastan veinte segundos en internet para tropezarse con ellos.
Antes de la publicación de El guardián invisible la señora Dolores Redondo (San Sebastián, 1969) carecía de una carrera literaria y de méritos que justificasen el despliegue de su lanzamiento. ¿Quién andará detrás de ella?; no lo sé. Pero, ya lo vimos también con Intemperie, el pelotazo literario también existe. Quizá no sea tan lucrativo como el inmobiliario, pero, como en este caso en el que hay plagio por medio, debería ser perseguido por los tribunales de justicia.

lunes, 23 de marzo de 2015

Erri de Luca, Montedidio

En un humilde barrio de Nápoles, en apenas unos meses, del verano a Nochevieja, de 1962, toda la adolescencia le pasa aceleradamente al narrador de Montedidio. Es un muchacho de trece años; un niño al que su padre, por su cumpleaños, le ha regalado un bumerán - que ha conseguido de las tropas norteamericanas de la Sexta Flota - y que ese verano, después de haber estudiado hasta quinto - dos cursos más que la mayoría de los chicos del barrio - por la importancia que su padre, casi analfabeto, da a los estudios, comienza a trabajar. Trabaja como ayudante en el taller de un carpintero donde trabaja también un amable zapatero, un judío procedente de algún lugar del norte de Europa que llegó a Nápoles en 1945 cuando se encaminaba a Jerusalén. Haberse puesto a trabajar es el motivo que le lleva a este muchacho a escribir - algo semejante a un diario - lo que le pasa en un rollo de papel que le ha regalado el impresor del barrio.
Acompañándole, veremos cómo le cambia la voz, cómo se moldea su musculatura entrenando con el bumerán, cómo una muchacha - vecina de su misma edad, acosada por el casero - le inicia aceleradamente en los secretos del amor, de la sexualidad e, incluso, de la vida conyugal, cómo se enfrenta a la muerte de su madre...  En definitiva, cómo un chaval de un barrio pobre se convierte en un hombre en apenas seis meses. Al mismo tiempo que al zapatero judío le crecen las alas de ángel que oculta en su joroba y que le permitirán volar,  por fin, hasta la tierra prometida.
Montedidio es, pues, una breve "novela de aprendizaje" no exenta de lirismo, donde se mezclan realismo y fantasía, en la que resulta un poco pesado que el narrador recoja continuamente expresiones en napolitano - casi nadie del barrio sabe hablar bien el italiano, símbolo de cultura - para traducirlas inmediatamente (traducción obviamente innecesaria para el narrador y, por ello, engorrosa para el lector).
Erri de Luca (Nápoles, 1950) es uno de los escritores italianos más reconocidos. Autor de una amplia obra, traducida con regularidad en España tanto en castellano como en gallego y catalán. De Montedidio (2002), en castellano, hay una primera edición de 2008 de Akal, y otra, de Seix Barral, de 2012.

domingo, 15 de marzo de 2015

Mickey Spillane, Yo, el jurado

Escena de Yo, el jurado (1953).
Yo, el jurado se publicó en 1947. Mickey Spillane nos presenta aquí por primera vez a Mike Hammer, un auténtico hard-boiled (duro de pelar) tan duro como su apellido. Se inscribe Hammer en la línea de los detectives nacidos en los pulps de los que Philip Marlowe es el máximo representante, si bien el detective de Spillane parte de principios éticos y comportamientos radicalmente alejados de los del de Chandler. Hammer abandera la falta de respeto hacia la ley y los más elementales derechos democráticos. Los valores de Hammer triunfaron en la América anticomunista de la postguerra mundial y el personaje protagonizó con éxito 12 novelas más. Con Hammer - y el precedente de Race Williams - nace un tipo de duro justiciero y vengador que tiene su representante más conocido en el cinematográfico Harry, el Sucio.
La novela comienza ante el cadáver de Jack Williams, antiguo miembro del Cuerpo de Policía, amigo de Hammer: juntos compartieron dos años de guerra luchando contra los japoneses y Williams tuvo ocasión de perder su brazo derecho salvando la vida de Hammer. Cuando llega Hammer ante el cadáver, le recibe Jack Chambers, - capitán de la policía de Nueva York -, con el que mantiene una relación muy distinta de la habitual en los pulps entre los detectives privados y los policías, como ahora veremos. A Chambers le dice:
Tú tendrás tu obligación; pero también yo me he impuesto una. Jack era el mejor amigo que nunca tuve. Vivimos y luchamos juntos. No voy a darle al asesino la tregua de los juicios, ¡como que Dios existe! Tú sabes bien lo que pasa, ¡maldita sea! Se busca al mejor abogado y éste tergiversa las cosas hasta convertir a su defendido en un héroe. Los muertos no pueden hablar en su defensa. No pueden relatar lo que ocurrió. Aunque Jack tuviera esa facultad, ¿cuál de los jurados podría comprender qué se siente cuando una bala "dum-dum" le destroza a uno las entrañas? (...) Los jurados son fríos e imparciales, como se espera que sean. Basta con un abogado hábil para hacerles verter lagrimones al decirles que su cliente había perdido el juicio o que, si disparó, lo hizo en defensa propia. ¡Magnífico! La ley es un instrumento espléndido. Sólo que por esta vez la ley soy yo. Y yo no me mostraré ni frío ni imparcial. (...) Hay diez mil tipos que me odian. Tú lo sabes. Me odian porque cuando uno de ellos se ha puesto en mi camino, le he saltado a balazos la tapa de los sesos. Lo he hecho y lo haré otra vez".
Y dirigiéndose al cadáver:
Me conociste durante muchos años, Jack, y tú sabes que la palabra que sale de mi boca sigue en pie mientras viva. Así, juro que encontraré al gusano que te mató. No llegará a la silla eléctrica. No lo colgarán. Morirá exactamente cómo tú lo hiciste con la carga de un 45 en el vientre, un poco por debajo del ombligo. (...) Lo juro".
Y volviendo a Chambers:
A partir de este momento sólo hay una cosa que me interesa: el asesino. Tú, Pat, eres policía. Estás sometido a una disciplina, a unas normas... Hay mandos por encima de ti. Yo, por el contrario, estoy solo. Puedo hincharle los morros a cualquiera sin temer las consecuencias. (...) No se hará esperar el momento en que tenga un revólver en la mano y delante de mí al asesino. Cuando eso llegue, le miraré a la cara, le meteré una bala en el intestino y aguardará a verle morir para saltarle los dientes de una patada".
Después de semejante conspiración para el asesinato pronunciada en su misma cara, el capitán Chambers no sólo no arresta a Hammer - al menos hasta que se calme - si no que se inicia entre ambos amigos una más que caballerosa carrera por llegar el primero ante el asesino. Carrera en la que ambos compartirán con lealtad los frutos de sus investigaciones, que más que parelelas son una sola, colaborando estrechamente:
En cuestión de planteamientos, podréis ser tan rápidos como yo; pero, llegando al lado feo del trabajo, mis métodos son más expeditivos. Es por ahí por donde pienso obtener mi ventaja. Sé que os tendré a la zaga todo el tiempo; eso no quiere decir, sin embargo, que vayáis a ponerle las esposas al asesino antes de que yo le eche el guante (…)
- Conformes, Mike. No tenemos objeción alguna en que intervengas en la búsqueda. (…) Tenemos a nuestra disposición los mejores medios científicos y, además, todo el personal que haga falta para recorrer la ciudad de cabo a rabo. Y – me recordó por último – tampoco somos tontos del todo.
- No te preocupes; no subestimo a la policía. Pero hay cosas que vosotros no podéis hacer. Por ejemplo, romper un brazo al que no quiera hablar o saltarle los dientes con la culata de un 45 cuando sea necesario recordarle que la cosa va en serio…”.
Y una última reflexión, todavía en el capítulo segundo, para dejar claro quién es nuestro personaje:
Me quedé sentado mirando fijamente a la pared. ¡Ya llegaría el día en que vaciase mi revólver en el cuerpo del canalla que había matado a Jack! Otras veces, en mis buenos tiempos, me había tomado la justicia por mi mano, sin el menor remordimiento. Después del primer ajuste de cuentas se olvida uno del sentimentalismo. Y desde que terminó la guerra el cuerpo me está pidiendo que me cargue a alguna de esas ratas que viven en el seno de la sociedad para cebarse en sus miembros. La sociedad. ¡Y qué estúpida podía ser a veces! ¡Presentar ante un tribunal a un individuo que ha cometido un asesinato! Luego, un poco de oratoria astuta, ¡y a la calle! Claro que a la larga la sociedad obtiene justicia. Cuando, de vez en cuando, tropiezan con un tipo como yo. A balazos, como perros rabiosos que son, la libro de esos indeseables. Luego me llaman a juicio para que explique el exterminio. Investigan mis antecedentes, me sacan huellas y me acribillan a preguntas. La prensa me trata como si fuese un maníaco criminal. Pero la sangre nunca llega al río porque para eso está mi amigo Pat Chambers, que mantiene a raya a unos y otros. Claro que también yo echo una mano a sus muchachos siempre que conviene, y tampoco soy de los que regatean información a los periodistas cuando me apunto algún caso de los buenos”.
En otro momento, alabando el trabajo policial y la incorruptibilidad de su amigo Chambers, afirma Hammer, por si todavía no tenemos clara su forma de pensar:
Yo mismo me hubiera unido a la policía de no mediar el obstáculo de un reglamento insoportable de puro riguroso”.
Junto al desprecio a la ley, el otro rasgo definidor de Mike Hammer es su machismo, que se nos muestra cada vez que una mujer se encuentra ante él. Los comentarios son innumerables:
Sus senos atirantaban provocativamente la tela del vestido (…) Pero de lo que estaba seguro es de que, de haber adivinado las cosas que en aquel momento me venían a la imaginación, me habría demandado ante los tribunales”.
Las mujeres deberían mantener más bajas sus faldas a fin de evitarnos a los hombres pensamientos turbadores”.
¡Ni hablar! La mujer que llegue a ser mi esposa no habrá de trabajar. La quiero en casa, a cubierto…”.
Por otra parte, las mujeres parecen caer todas rendidas a los pies de Hammer y consiguen de él tórridos besos que preludian otros acontecimientos que nunca - salvo en una ocasión – llegan a suceder porque Hammer es un caballero, no le gusta ser conquistado fácilmente o tiene algo inaplazable que hacer.
Una de estas mujeres, la psiquiatra Charlotte Manning, se convierte en los pocos días que dura la investigación en confidente de las averiguaciones de Hammer. Y en su amada; hasta el punto de que deciden prometerse en matrimonio. Eso no impedirá que en la última escena de la novela, mientras ella se desnuda completa y lascivamente ante él en un intento desesperado de conseguir que la pasión entre ellos sea más fuerte que el juramento de Mike, Hammer le relate la resolución del caso, la juzgue:
Sin embargo, Charlotte, ningún juez te condenaría a partir de esas pruebas. Y tú lo sabes, ¿verdad? Porque todo ello es… demasiado circunstancial. De otra parte, están tus coartadas, difíciles de destruir cuando personas de honradez manifiesta, como, por ejemplo, Kathy, creen en su autenticidad.
No, ningún juez te condenaría. Pero yo sí, Charlotte. Más tarde habrá ocasión de desvelar los hechos de forma fehaciente y sin el obstáculo que, en un proceso, representa el jurado. Tampoco habrá que temer las artimañas de un experto leguleyo quién, sin dificultad, echaría por tierra unos cargos en los que el elemento circunstancial es tan preponderante y que conseguiría, incluso, despertar entre los miembros de ese jurado dudas respecto a la realidad del testimonio.
Desvelaremos las motivaciones igual que hemos desentrañado el problema. Para ello, no obstante, se requiere tiempo. Todo el tiempo que un tribunal rehusaría concedernos. Por eso, Charlotte, yo me constituyo en juez y en jurado a un tiempo e, invocando el juramento que hice a un amigo, a despecho de tu belleza, a despecho,también, de todo amor que llegué a sentir por ti, te condeno a muerte”.
y acabe disparando sobre ella, en el estómago, como dispararon a Jack Williams. Antes de morir, ella pregunta: “¿Cómo… has podido?” y Hammer contesta: “No me costó gran cosa”. Mike Hammer es un hombre de palabra.
Aunque sin referencias demasiado explícitas, la acción de Yo, el jurado transcurre en Nueva York en el verano de 1944. La investigación, que siembra siete cadáveres, descubre un turbio negocio de trata de blancas, drogas y chantajes cuyo descubrimiento previo llevó a la muerte a Jack Williams.
El éxito de Hammer le llevó al cine y la televisión en varias ocasiones. En concreto, de Yo, el jurado se han realizado dos adaptaciones cinematográficas; en 1953 y 1982.
En cuanto a su recepción en España, la novela ha sido publicada por Plaza y Janés en 1967 - con el sello GP (de Germán Plaza, fundador de la editorial) -, 1970 y 1982. Bruguera la incluyó en el célebre Club del misterio en octubre de 1981 y la Serie negra de El País la publicó en julio de 2004. Finalmente, en 2001, RBA incluyó este clásico imprescindible del hard-boiled en su Serie Negra.

sábado, 7 de marzo de 2015

Antonio Rabinad, Los contactos furtivos

Fotografía de Joan Colom.
Es imposible entender la novela española durante el franquismo sin tener en cuenta la labor de editores como José Janés (1913 - 1959), quien, entre sus distintas iniciativas, creó el Premio Internacional de Novela, cuya edición de 1952 fue ganada por Los contactos furtivos de Antonio Rabinad (Barcelona, 1927 - 2009). Pero la novela, por motivos de censura, no pudo publicarse hasta 1956. Es el mismo año en que se publica El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, y dos más tarde de la publicación de Los bravos, de Jesús Fernández Santos. Si no por su publicación, si por su escritura, Los contactos furtivos, es, pues, anterior a las más importantes obras del realismo social, a las que en absoluto desmerece. Sin embargo, el azar tiene también su lugar en la vida y, naturalmente, en la vida de las novelas.Y el azar quiso que esta novela fuera apenas conocida y no volviera a editase - esta vez por Seix-Barral - hasta 1971. La tercera y última edición - la que aquí se comenta - es la de Bruguera, de 1985, en la mítica colección Libro Amigo - cuyo prólogo de Manuel Vázquez Montalbán, lúcido como siempre, es de lectura imprescindible y nos explica bien la azarosa vida de Los contactos furtivos. A casi sesenta años de su primera edición y tras treinta de la última, una nueva publicación de esta excelente novela se antoja imperiosa.
En el extrarradio - El Clot, Pueblo Nuevo - de la Barcelona de hacia 1950, la Barcelona del Temps era temps de Joan Manuel Serrat, reina la sordidez, sobrevuelan las sombras de la guerra civil, la moral y la religión tienen una sorda presencia, la sexualidad queda reprimida hasta en los ámbitos más íntimos. La miseria, en suma, gobierna las vidas de las personas que, no obstante y rodeadas por la muerte, procuran ser felices, en la medida de sus posibilidades.
Pasaban por allí jóvenes bastas, vestidas con colores chillones, muy pintadas, envueltas en un aura de perfume barato y con taconeo rápido... La felicidad de algún soldado.
Pasaban, en desordenados grupos, jóvenes lobeznos de dientes blancos y miradas duras, con la chaqueta abierta y corbata floja; bulliciosos, siseando a las chicas en la calle y a las mujeres de los balcones.
Pasaban emparejadas, delicadas jovencitas de ojos profundos y vestidos frutales.
Y de vez en cuando, algún adolescente solitario, sombrío, las manos en los bolsillos, mirando los senos de las mujeres con tan agudo filo en la mirada que parecía iba a cercenarlos".
El panorama nos lo presenta un narrador objetivo, cinematográfico, conciso en palabras, que pone ante nosotros a un grupo de personajes variados entre los que destacan Luis Rodell, un joven poco sociable, de dieciocho o veinte años, con estudios de bachillerato, que trabaja, sin ningún interés, en la oficina de una fábrica y vive con su madre viuda - el padre murió en la guerra -; Juan Doriac, un paralítico de nacimiento que da clases en la academia en que estudio Rodell; Celia, la joven que se casó con Doriac para escapar de los intentos de abuso de su tío, con el que vivía; Pilar, una mujer que se ha quedado soltera porque tiene demasiada inteligencia y carácter para los hombres de la época... Personajes que, a medida que les conocemos, nos resultan cada vez más entrañables y humanos y nos compadecemos de su triste existencia.
Esa Celia que, temerosa de su tío
Estuvo mucho rato en el balcón, sin atreverse a entrar; el sol le abrasaba el brazo y a un lado de la cara, y sus cabellos parecían arder. Al fin, el sol se ocultó tras la alta chimenea y ella entró en el piso a preparar la cena, que dejó en el hogar, al amor del fuego, cuando más tarde se metió en la cama: con miedo y sin cerrar los ojos porque su cuarto no tenía llave".
Ese Rodell, huérfano y solitario, algo arisco, que rechaza visitar con sus amigos la cutrez de las casas de putas - en esos tiempos en que los condones se lavaban para reutilizarlos -, que
Al llegar a casa, doña Asunción sirvió la cena, y se sentó frente a su hijo, sin cenar, porque ya lo había hecho. El joven cenaba en silencio; silencio había en toda la casa. En tanto comía, Rodell miraba a su madre, que, con los brazos cruzados sobre la mesa, estaba callada, absorta, y la vio pálida, y despeinada, envejecida. Se le ocurrió que con su madre nunca había tenido una de esas conversaciones trascendentales que se tiene con los amigos, donde se vuelca todo el interior de uno, los pensamientos más secretos, deseos y aspiraciones. Siempre había habido entre ellos reserva a hablar según qué cosas, como si él siguiera siendo un niño: él nunca la había hecho partícipe de sus pensamientos o de sus sueños, y sólo habían hablado, en el curso de la vida, de cosas triviales, cotidianas... ¡Cuántas acciones bajas hechas por él, buenas, o sencillamente idiotas, desconocía ella! Siempre los mismos gestros, las mismas palabras. Pero a pesar de eso, y por eso, existía entre ambos algo que los unía, un lazo oscuro y fuerte, aunque lejos de las palabras. Su madre era lo único real ente el caos circundante, un asidero en el misterio. Y de pronto sintió una honda ternura hacia ella, y rebuscó en su interior algo cariñoso y bello que decirle, pero no encontró nada, lo que se dice nada, fuera de las viejas y vulgares palabras, y le preguntó con aspereza:
- Pero, ¿por qué no te has acostado?
Doña Asunción abrió los ojos, cargados de sueño:
- Es que luego no te calientas la cena...".
Ese Ángel - el cuñado de Pilar - que se casó por consejo de su jefe, y vive realquilado en dos habitaciones con su mujer, su suegra y sus cuñadas, que debe ceder a la suegra enferma su sitio en la cama matrimonial y dormir en el pasillo sin encontrar un momento de intimidad con su esposa...
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