jueves, 25 de diciembre de 2014

Karmele Jaio, Las manos de mi madre

Nerea tiene treinta y tantos años, es periodista y no tiene tiempo para nada; llega a casa cuando su paciente marido ya ha acostado a su hija. Pertenece a esa generación de vascos que nunca han vivido en una situación "normalizada" (a fecha de la acción de la novela; poco después del año 2000). A su madre la han encontrado en la calle sola, desorientada y perdida; no sabe quién es y la han hospitalizado. Nerea contempla las manos de su madre sobre las sábanas del hospital e, inevitablemente, la invade el sentimiento de culpa; la de no haber hecho caso a los síntomas que percibió en su madre, la de tantas conversaciones que nunca tuvo con ella y ahora quisiera haber tenido, la de tantos malos gestos e incomprensiones del pasado de los que ahora se arrepiente...

Miro a la tía y no la reconozco. Desde que ha salido a flote la antigua historia de mi madre no levanta cabeza. Creo que se siente culpable por no haber ayudado a su hermana en aquella época en la que tanto sufrió. Se siente culpable como yo. Yo también siento el peso de la culpa sobre mis espaldas por no haberle dicho a mi madre a tiempo muchas cosas, por no haberme dado cuenta antes de lo que estaba pasando. Cada una de nosotras lleva una piedra sobre su espalda, y el peso de esa piedra es el que nos hace levantarnos por la mañana antes que nadie para ir al hospital, y ese peso es el que nos hace llorar cuando vemos a mi madre en la cama, entre sábanas blancas, con la mirada perdida".

Las manos de mi madre, escrita con una gran sencillez, es una novela muy bien construida, que, más allá del sentimiento de dolor - con el que el lector empatiza - de la hija que cuida a su madre sin posibilidad de recuperar los momentos perdidos durante la vida, lleva a Nerea a descubrir, con la ayuda de su tía Dolores, una parte del pasado que desconocía por completo - y que el lector va conociendo antes que ella pues en su relato se intercala aquel pasado mediante un narrador externo -, y a descubrir también el paralelismo entre la historia de aquel novio que el mar le robó a su madre y la suya propia y la de aquel novio que un buen día desapareció del pueblo sin explicaciones - innecesarias porque en el País Vasco todos sabían a dónde iban quienes lo abandonaban todo de esa manera -. Para colmo, ahora, aquel novio, después de tantos años, aparece por las calles de la ciudad - quizá la situación política le permita regresar de Francia -, mientras un coche-bomba salpica la actualidad. Karmele Jaio ha construido una sabia arquitectura narrativa en la que combinan con equilibrio y sutileza los distintos temas, sentimientos y realidades que nos presenta (el arrepentimiento de los hijos que comprenden demasiado tarde a sus padres, el consiguiente dolor, el descubrimiento de un pasado sobre el que ya nada se puede preguntar, la dureza de la vida cotidiana de una mujer trabajadora, el Alzheimer, que no se nombra, la constante presencia de ETA, que tampoco se nombra...) y las fotografías en blanco y negro que Nerea rescata para intentar rescatar la memoria de su madre.
Karmele Jaio (Vitoria, 1970) es autora de dos novelas y tres libros de relatos, todos ellos escritos en vasco. Las manos de mi madre se publicó en vasco en 2006 por Elkar y en 2008 en castellano por Ttarttalo. En 2013 ha sido llevada al cine por Mireia Gabilondo.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Daniel Woodrell, La muerte del pequeño Shug

Shug es un chico, gordo, de trece años que vive con su joven y sexy madre, a la que llama por su nombre de pila, Glenda, en una casa junto al cementerio que se encargan de cuidar. Ella carece de estudios y de trabajo. A temporadas, cuando no tiene otra cosa que hacer - robar - en otro sitio, aparece por la casa Red, el supuesto padre de Shug. Red es violento y maltrata y desprecia a Glenda y Shug continuamente; ella le teme, pero no tiene manera de escapar de él. A Shug le obliga, aprovechándose de que es menor de edad, a introducirse en casas para robar en ellas medicinas que Red y su compinche Basil emplean para drogarse. El círculo social de Shug se cierra con su abuela y su tío Carl, recién regresado, mutilado, de la guerra (entendemos, aunque no haya datos temporales en la novela, que de la de Vietnam; estamos a mediados de los sesenta). Un buen día aparecerá por casualidad en la vida de Glenda y Shug un hombre bueno y educado en un Thunderbird verde; Glenda verá en él la única manera de huir de Red. Llegará entonces el último, magnífico y trepidante tercio de La muerte del pequeño Shug (2001, Alba, 2014).
Shug nos relata los hechos ocurridos en el verano en que murió su infancia, su inocencia. La novela, de estructura lineal, estilo claro y cinematográfico que consigue decir mucho en pocas palabras, de personajes llenos de vida - aunque sea una vida dura -, es una novela negra que nos recuerda El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain, una novela que, ambientada en un verano, nos habla del fin de la infancia, una novela que con crudeza nos habla de la violencia de género y de las mujeres sin recursos obligadas a aguantar a su maltratador que sólo encuentran refugio en el alcohol y del sufrimiento de los hijos en esas situaciones, una novela que, como Galveston de Nic Pizzolatto, nos muestra que no hay opciones - ni en la literatura ni en la vida - cuando te ha tocado póquer de cartas marcadas (un padre delincuente, una madre demasiado joven, sin preparación, vestida siempre con pantalones demasiado cortos y agarrada a la botella, una familia sin recursos y un entorno hostil). La muerte del pequeño Shug es una excelente novela que puede parecer que retoma viejas fórmulas y elementos (el final del verano como marco del final de la infancia, el sexo y la violencia como fuente de la tragedia, el hombre bueno que aparece inesperadamente para dinamitar el status quo hacia un final inevitable...), pero lo hace con gran maestría, con una prosa contundente carente de retoricismos innecesarios, con ricos diálogos, con una intensidad creciente que hace que el lector disfrute de cada página un poco más que de la anterior, hasta la última, con un final sorprendente por mucho que resulte inevitable... La muerte del pequeño Shug es, en suma, un ejemplo más de que quien sabe escribir, para crear una buena historia - buena literatura -, no necesita recurrir a más palabras y páginas de las necesarias ni a exhibicionismos léxicos y de retóricas huecas.
Daniel Woodrell (Springfield, Missouri, 1953) es autor de una decena de novelas, la mayoría de ellas ambientadas en las montañas Orzak, en las que Woodrell nació y vive, tierra tradicionalmente inhóspita y poblada por gentes que huyen de la ley o de la sociedad (como nos explica el autor en el apéndice de La muerte del pequeño Shug). Alba ha publicado en 2013 Los huesos del invierno (2006), tras el éxito de su versión cinematográfica, y La muerte del pequeño Shug.

martes, 9 de diciembre de 2014

Willa Cather, Sapphira y la joven esclava

Cuando el lector tiene en sus manos un libro de Impedimenta, tiene un hermoso objeto elaborado con cuidado, delicadeza y mimo. Desde las características camisas de sus cubiertas hasta la escogida tipografía elegida. Pero tiene también en sus manos una hermosa historia; Sapphira y la joven esclava (Impedimenta, 2014) es un buen ejemplo. Una novela "clásica", con un narrador externo, que en el último capítulo se nos revela como alguien que nos ha relatado una historia que escuchó, en la infancia, a sus mayores.
Se trata de un relato reposado, realista, con sabias descripciones, que nos presenta la vida tranquila y, aparentemente, apacible de sus protagonistas. Es precisamente este tono, casi bucólico, con el que se relata la normalidad de la vida cotidiana el que dota de tremenda humanidad a sus personajes y de verdad a una historia que, en muchos otros casos se hubiera narrado con un tono mucho más épico.
La acción transcurre en 1856, al norte de Virginia, cerca de la línea Maxon-Dixon que marca la frontera de Pensilvania y, con ello, la de los estados abolicionistas y los esclavistas. Apenas unos años antes de que se produzca la elección de Abraham Lincoln, la Guerra de Secesión y la definitiva abolición de la esclavitud en Estados Unidos.
Sapphira es el ama de una granja y un puñado de esclavos - lejos de las cadenas y látigos de nuestro imaginario de Kunta Kinte, mantiene con ellos la relación normal entre amos y criados -, enferma, no puede andar, e imagina que su marido, el molinero Henry Colbert, mantiene relaciones sexuales con Nancy, la joven esclava. La sospecha es infundada, pero la lleva a tratar con desprecio a Nancy.
Henry Colbert, el molinero, es un hombre bueno, piadoso, y, por sus principios morales y religiosos, contrario - en secreto - a la esclavitud. Semejantes ideas sostiene Rachel, la señora Blake, hija de Sapphira y Henry, viuda y madre de dos niñas, que dedica su tiempo a atender las necesidades de los habitantes, blancos y pobres, de las montañas, cuyas vidas son mucho más míseras que las de los negros - pero con la radical diferencia de que no son esclavos de nadie -. Los esclavos negros de Sapphira son personas - ante todo - dignas - como cualquier blanco -, buenos criados de unos amos que los tratan con humanidad.
La situación, no obstante, se vuelve insostenible para Nancy, la joven esclava, con la presencia en la granja de un sobrino del amo que la acosa y pretende violarla. Acude entonces a Rachel que, con ayuda de otras personas, consigue contactar con el underground railroad y que Nancy pueda tener una vida libre en Canadá.
La humanidad de sus personajes, la expresión de sus sentimientos y la naturalidad y realismo de la vida cotidiana de la granja hacen de Sapphira y la joven esclava un sereno pero firme alegato contra la aberración de la esclavitud. Sapphira... fue la última novela que escribió - en 1940 - Willa Cather (Black Creek Valley, Virginia, 1873 - Nueva York, 1947). En ella recrea el tiempo y el lugar en el que nació; la historia de los Colbert bien puede ser la que escuchaba a sus mayores cuando, a sus nueve años, su familia se trasladó a Nebraska.
Luis de Caralt publicó en 1955 Mi Ántonia y en 1956 Los colonos, pero la recepción en España de la obra de Willa Cather no se ha producido hasta estos últimos quince años, gracias, fundamentalmente, a la labor de la editorial Alba.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Vicente Valero, Los extraños

Pedro Marí Juan, de quien no se conserva ninguna fotografía, coincidió
en 1927 en cabo Juby con el piloto y escritor Antoine de Saint-Exupéry.
Como sabemos, la intimidad pasó a la historia. Hoy es bien fácil conocer la vida de absolutos desconocidos en pocos minutos de navegación, cualquiera puede encontrar una foto tuya - mejor que no sea espatarrada en el sofá con el perro de por medio - colgada por no sé quién sin que tú tengas la menor sospecha, basta echar un ojo al rastro de tu tarjeta black para que cualquiera, y no sólo tu mujer, pueda reconstruir el mapa de tus putas de lujo favoritas, hoy todo padre que se precie viola el derecho a la intimidad y a la propia imagen de sus hijos haciendo públicas sus fotos desde el mismo día en que nacen, y cualquier día puedes encontrarte en el telediario, como ese padre inglés, a tu hija en indecorosa posición en la pista de una discoteca mallorquina. Pero hubo un tiempo en el que existió la intimidad e, incluso, los secretos se preservaban, en el que resultaba misteriosa no ya la vida de los desconocidos - como es natural - sino también la de algunos de tus familiares. De esos tiempos nos habla Los extraños (Periférica, 2014) del poeta ibicenco Vicente Valero, un libro muy hermoso. Como hermoso es dedicar un libro a indagar y relatar - homenajear - la vida de tu familia. Extraños llama Valero a esos miembros, que toda familia tiene, cuyas vidas están rodeadas de cierto aire de misterio; ese tío de tu madre que emigró a Suiza y cuyas cartas fueron espaciándose con el tiempo hasta dejar de llegar y que de repente envía a su hija, ya buena moza, a pasar el verano en la casa de la abuela española, ese tío abuelo que fue fusilado en la guerra porque alguien dijo que no iba a misa y cuyo cuerpo yace en alguna cuneta ignota y del que nunca supiste nada - salvo de su muerte - porque nunca se podía hablar de él ante la abuela, ese hermano con el que tu padre dejó de hablarse cuando tú apenas levantabas un palmo por algún lío de herencia, o por el contrario, aquel primo de tu madre que no conociste pero estaba presente siempre en las conversaciones familiares porque siempre fue modelo de virtudes o en su juventud, por algún motivo, alcanzó un momento de gloria y, quizá, la muerte le visitó temprano para dotarle de una aire mítico en la familia...
De estos familiares nos habla Vicente Valero. En concreto de su abuelo materno, al que su padre de niño envió a un internado en Valencia y le marcó un futuro de abogado, pero se hizo militar, sirvió en Larache y en Cabo Juby, donde enfermó, y murió en casa, a los veintiocho años, apenas un año después de casado y recién nacida su hija. Del hermanastro de su padre, del que no tuvieron noticia desde que los abuelos se separaron en 1934, que hizo vida de ajedrecista profesional en Buenos Aires y un buen día se presentó en Ibiza cuando Vicente tenía pocos años para morir allí inesperadamente. De un tío abuelo que, con dieciséis años, tuvo el coraje de abandonar la familia, el seminario y el ambiente cerrado y hostil de la isla, para irse a Barcelona e intentar cumplir su sueño de ser bailarín y vivir su homosexualidad. De otro tío abuelo, militar republicano, hombre moderno y de amplia cultura, que murió en el exilio francés con la esperanza de regresar a casa el día que muriera Franco. Valero elige, con delicadeza, a un extraño de cada una de las cuatro ramas de su familia para componer este libro lleno de verdad y sentimiento para el que no sólo ha hurgado en los recuerdos de la familia sino también ha viajado a los lugares donde podía encontrar alguna huella del paso de sus extraños. Cuyas cuatro vidas nos narra al modo de un cronista sincero que nos aporta con objetividad los datos de que dispone, casi todos fundados en recuerdos heredados, y comentarnos sus lagunas de información, y que, al mismo tiempo, aparece en primera persona, como familiar de los extraños y para participarnos sus reflexiones. Vicente Valero ha escrito el libro que a todos nos gustaría escribir, el que a nuestros padres o nuestros abuelos les gustaría que escribiéramos y que, si algún día lo escribimos, lo haremos con la amargura de saber que ya no lo podrán leer. Y le ha pasado lo que a nosotros nos pasaría:
No hice todas las preguntas que debería haber hecho y ahora no queda nadie a quien preguntar, todos han muerto, a Ramón Chico ya sólo lo recuerdo yo, que ni siquiera llegué a conocerlo, nadie más, de él no perduran más que un puñado de viejas cartas, algunas de ellas ilegibles, y tres fotografías estropeadas en las que aparece siempre, muy serio, solo o con alguna de sus hermanas solteras".
Vicente Valero (Ibiza, 1963) es autor de diversos libros de poesía y ensayo. Los extraños es su primera incursión en la narrativa. Si Manrique nos enseñó que permanecemos vivos mientras perduramos en la memoria de quienes nos conocieron, que la memoria de los que nos dejaron nos deja harto consuelo, Valero, dotando de dignidad literaria sus vidas cotidianas, ha honrado magníficamente a los suyos y, de alguna manera, leyendo su cálido libro, cada uno de nosotros a los nuestros.
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