martes, 28 de octubre de 2014

Nic Pizzolatto, Galveston

Efectos del huracán Ike en Galveston en septiembre de 2008.
El matón Roy Cady comienza a contarnos su vida desde el día de mayo de 1987 - tenía cuarenta años - en que por la mañana le diagnosticaron cáncer de pulmón. Sentencia de muerte. Por la tarde, le tendieron una trampa para matarle. Sentencia de muerte. De esta segunda consigue salvarse y huye de Nueva Orleans, dirección Texas, en compañía de una joven puta que se encontraba en el escenario del tiroteo. Por el camino recogen a la hermana pequeña de la chica en Orange y acaban instalándose en un motel en Galveston. Él piensa abandonarlas, pero en contra de lo razonable no lo hace. Y como no lo hace acabará metiéndose en líos que le llevan al hospital y a la cárcel. Cárcel en la que descubre la literatura, que no le cambia la vida, pero:
Cuando leía, me abstraía con las palabras y lo que significaban y perdía la noción del tiempo. Y entonces sentí que años antes se me había escapado algo crucial. (...) Tanto leer me enseñó a pensar. Era capaz de entender las cosas de una manera imposible hasta entonces".
Roy nos relata su historia desde Galveston en septiembre de 2008, superviviente al cáncer, mientras, como cada septiembre, un huracán amenaza la costa de Texas.
Galveston (2010) es la primera novela de Nic Pizzolatto (Nueva Orleans, 1975) - conocido después como guionista de las series televisivas The killing y True detective -. Con ella Salamandra ha inaugurado en agosto de este año su serie Black. Sin embargo, Galveston no es una novela de género, no es una novela criminal, sino una novela protagonizada por un criminal. Y es una buena novela en la que el narrador recuerda los días y los hechos que, veinte años antes, le ataron a la isla de Galveston, Texas. Lo hace desde la perspectiva que le dan haber sobrevivido tanto tiempo a una muerte que entonces pensaba inmediata y el recuerdo de las dos muchachas que en aquellos días entraron en su vida para siempre. Lo hace con un ritmo lento; el adecuado a la recuperación de los recuerdos de este hombre ya mayor, solo y castigado por la vida, pero también el único ritmo admisible por ese sur de Texas donde las gafas de sol son imprescindibles, ese sur de Estados Unidos donde todos recelan, todo arde y todo va despacio;
En ese clima todo busca la sombra y por eso una cualidad básica del sur profundo es que aquí todo está semioculto".
Una buena novela, de esas que se inician contundentes:
Un médico me fotografió los pulmones. Estaban repletos de copos de nieve.
Al salir de la consulta me pareció que todos los presentes en la sala de espera se alegraban de no ser yo. Ciertas cosas se notan en la cara de la gente".
Y, aunque decae un poco por el camino, tiene un excelente y conmovedor final, mientras el viento y la lluvia anuncian que el huracán Ike comienza a tocar tierra en Galveston. Sentencia de muerte.

lunes, 20 de octubre de 2014

Henry Handel Richardson, El principio de la sabiduría

Ethel Richardson, atrás a la derecha, en 1885.
Desde Lazarillo de Tormes hasta, por ejemplo, James Sweck, de Algún día este dolor te será útil, de Peter Cameron, los protagonistas adolescentes de las novelas de aprendizaje son mayoritariamente chicos. Es interesante por ello leer El principio de la sabiduría protagonizado por una chica de doce años, de humilde familia y madre viuda que trabaja para mantener a sus hijos, que ingresa en un internado femenino para realizar sus estudios secundarios. Laura, la chica, es una muchacha despierta, resuelta, jovial, inteligente, también ingenua, dispuesta a agradar y encontrar amigas, pero que debe ocultar su origen y luchar contra el desprecio de sus ricas compañeras y contra las rígidas normas de la institución. A medida que avanza deprisa académicamente, Laura irá tropezando piedra tras piedra en el aprendizaje de la mentira, la hipocresía y el fingimiento, propios y necesarios de la alta sociedad. Al tiempo que Laura se "adapta", su trato hacia su madre y sus hermanos, antes cariñoso, se torna despreciativo. Acaba la novela cuando Laura finaliza sus estudios en el colegio a los diecisiete años. Se inicia con una cita de Proverbios:
El principio de la sabiduría es trabajar para adquirirla".
El principio de la sabiduría, al margen de su valor en tanto que recreación de la experiencia personal de la autora, nos acerca al siempre interesante tema de la educación de la mujer en el siglo XIX y a una sociedad - ya en el XX - en la que una mujer necesita recurrir a un seudónimo masculino para publicar una novela. La novela es, sin duda, interesante, pero defrauda un poco las expectativas del lector.
Henry Handel Richardson es el seudónimo masculino que Ethel Richardson (Melbourne, 1870 - Hastings, 1946) eligió para publicar. El principio de la sabiduría, publicada en Londres en 1910, es la única de sus obras publicada en España - Alba, 2014 -, recrea su experiencia en el Presbyterian Ladies College de Melbourne. El colegio prohibió la lectura de la novela por sus alumnas hasta 1950; ahora, sin embargo, la conmemoran como prestigiosa exalumna.

domingo, 12 de octubre de 2014

José Lobo, Yonkis y gitanos

Sevilla; campeón de Liga en 1946.  En la última jornada
se disputó el título con el Barcelona, subcampeón.
Seguramente fue Antonio Hernández quien con su mítico El Betis: la marcha verde (1978) inauguró el relato de forofos en nuestra literatura. Lo hizo además en un tiempo hostil en el que si te dedicabas a las letras (supongo que a las ciencias también) declarar un gusto tan vulgar podía acarrearte el mayor de los desprecios. Quizá porque el fútbol lo había inventado Franco para idiotizar a los españoles. Sin embargo, desde el gol de Iniesta (el de Sudáfrica, que uno escucha "gol de Iniesta" y piensa en Stamford Brigde), las cosas han cambiado; se publican antologías de poesías dedicadas al fútbol, nuestras plumas de renombre - especialmente de izquierdas - flamean sin complejos sus banderas, gozamos de revistas cultas como Líbero y Panenka... Y en estas, Libros del K.O. publica la colección Hooligans Ilustrados; una docena de pequeños libros del tamaño de una cartera que recogen breves relatos de pasión por unos colores (los grandes, pero también los pequeños; Castellón, Córdoba, Logroñés...).
Yonkis y gitanos (2014), de José Lobo (Sevilla, 1980), es el relato dedicado - como es obvio - al Sevilla. Un relato sencillo, de tono coloquial, lleno de verdad y sentimiento. La verdad y el sentimiento de un aficionado que ha pasado su vida asistiendo al estadio de su equipo; un equipo mediocre y perdedor que ha ganado una liga y tres copas - una liga y tres copas - en cien años de historia. Hasta que, en el año del centenario, el equipo alcanza su primer título europeo - con José, naturalmente, en las gradas del Philips Stadium de Eindhoven -. Y, entonces, descubre que tras la victoria no hay nada, como no había arena bajo los adoquines de París, y la vida sigue al día siguiente, y comprende entonces que:
La mejor hora es la de la derrota. Nunca se tiene más orgullo, amor propio y vista larga que en la derrota. Los vencedores no son más que un hatajo de memos pagados de sí mismos que no entienden nada".
Desde aquél día, sin dejar de ser sevillista, abandona su abono de gol norte y empieza a ver la vida de otra forma.
Para un lector "normal" - "los normales no entienden nada" - Yonkis y gitanos ha de ser un lectura gozosa, para un aficionado al fútbol, sevillista o no, incluso antisevillista, es un placer. Una lectura en la que - como en Fiebre en las gradas, de Nick Hornby - encontrará complicidad, identificación y motivos continuos de sonrisa nostálgica o comprensiva. Es el relato de ese camino que lleva desde el primer partido, en un tiempo de la infancia del que es difícil tener recuerdos, agarrado de la mano de tu padre, hasta esa final europea que, ya en la victoria o en la derrota, resulta un punto final inevitable, que te cambiará la vida porque la vida ya será otra después de esa noche. Y en ese camino, todos esos partidos ganados gracias a la postura retorcida que fuiste capaz de mantener durante noventa minutos, esos pantalones que no volviste a ponerte en día de fútbol porque eran gafes, esas rutinas repetidas cada tarde de partido porque son garantía de éxito, ese amuleto que es sólo para las grandes ocasiones porque no puedes desgastarlo usándolo con frecuencia, esas vacaciones organizadas en función del calendario futbolístico, esas reuniones de amigos y ceremonias familiares a las que dejaste de asistir porque jugaba tu equipo, ese cajón lleno de recortes de prensa, viejas entradas, antiguos cromos:
Puede que ordenar tu memoria y tu vida basándolas en un equipo de fútbol no sea lo ideal para llegar a ser una persona formada, recta y decente. Debe de ser difícil tener un amigo al que no puedes hablar de según qué tema si no es para darle la razón en todo, con el que no puedes contar con seguridad sin antes haber echado un vistazo al calendario de liga".
Me disgusta que mis amigos que sé que pasan del fútbol me pregunten por el Sevilla. Sé que lo hacen por cortesía y siempre noto una incómoda superioridad. Me encuentro como si me interrogaran sobre una novia medio puta a la que, por cosas de la vida, ni puedo, ni quiero ni voy a dejar".
Frente a ejercicios de retoricismo exasperante - como alguno del que he hablado recientemente - y novelas que no se pueden leer sino a la vera del diccionario (mejor el de Autoridades), Yonkis y gitanos es un excelente ejemplo de cómo escribir con un lenguaje sencillo un relato lleno de lirismo que ata al lector desde la primera a la última página.
Me resisto a cerrar esta entrada sin referir otro ejercicio, el de agudeza visual que propone José Lobo:
Un pequeño ejercicio de agudeza visual. Acude a su pueblo o ciudad un impresentable que lo observa todo con aire de condescendencia. Habla a voces, sonríe a todo el mundo con una excesiva simpatía que a los tres minutos más parece soberbia que afabilidad. Si entra en un bar, pregunta con cara de asco si no tienen cerveza Cruzcampo y, de tapa, pide platos que sabe positivamente que en ese sitio no llaman así, como puntillitas (que fuera de Sevilla creo que llaman chopitos) o menudo (que para el resto de la humanidad son callos). Cuando pasa por la avenida de la Constitución, después de leer el letrero en voz alta, resopla: "Vaya avenida de la Constitución, igualita que la de allí". Enhorabuena, señora: un sevillano ha llegado a su localidad. Un señor que considera como única forma verdadera de arte el barroco, que viene de un sitio donde todavía se trabaja siguiendo los cánones trentinos sin el menor sonrojo y donde se debate acaloradamente sobre pregones de Semana Santa que no se diferencian uno de otro, escritos en una suerte de prosa poética que ya olía a rancio en tiempos de Campoamor. Nuestra particular forma de ser, basada en que la suprema unidad universal de medida es la ciudad de Sevilla, de la que presumimos hasta del agua del grifo, nos ha acarreado la antipatía de casi toda Andalucía, donde mejor nos conocen, más nos sufren y raro es el municipio donde se nos soporta sin ningún tipo de altercado".
Lo dicho; !Sevillanos:...

sábado, 4 de octubre de 2014

Jesús Carrasco, Intemperie

En un lugar y un tiempo indeterminados (podemos imaginar la España rural meridional de los años veinte - por la foto de los reyes; pero, en realidad, la indeterminación de tiempo y lugar parece más bien ocultar algunas incoherencias -), sometidos a los rigores de una fuerte sequía, Intemperie (Seix Barral, 2013) nos sitúa, en plena canícula, una historia cuyos personajes también carecen de nombres; un chico (imaginemos que de entre diez y doce años) ha escapado de casa por razones que no se explican y apenas se insinúan, pero adivinaremos turbias (un padre que no pone objeción a que el alguacil lleve al chico en su sidecar...). Le persigue el alguacil (ignoramos las razones y el ejercicio del cargo, pero deducimos que más que como funcionario municipal ejerce de comendador de Fuenteovejuna y actúa como cacique de la aldea). En su huida, el chico se encuentra a un viejo pastor, que, aunque no le pregunta nada, decide ayudarle (él también tiene cuentas pendientes con el alguacil). Como en una del Oeste de Clint Eastwood la historia derivará en el enfrentamiento violento entre el alguacil y sus dos ayudantes y el chico y el viejo. Duelo al sol (aunque ésta no sea de Eastwood).
Para esto Jesús Carrasco (Olivenza, Badajoz, 1972) se gasta, en su primera novela, cien páginas de esas en que los personajes tardan veinte en subir una escalera (aunque lo deja en dieciocho), de una prosa elaborada y un florilegio de términos rurales en desuso que le acercan mucho a la pedantería y el exhibicionismo aunque queda muy lejos de cosas como La mala luz (consigue no traspasar la raya, y, en consecuencia, crear un relato descriptivo, carente de acción, bien escrito), luego otras cien páginas de buena novela, que el lector lee con gusto, si ha superado las cien primeras.
Llama la atención que el recurso de no concretar el tiempo ni el espacio, de sugerir y no explicar qué ha pasado, de no dar nombre a sus personajes, Carrasco lo considere, en las entrevistas - ABC, El País Semanal -, fruto de su gusto por podar, podar y podar lo superfluo. Llama la atención, en una novela a la que le sobran páginas. Una novela que es un ejercicio (en la entrevista en Página2 el autor reconoce que escribía relatos cortos y se propuso el ejercicio de escribir algo más largo, esta novela); ese ejercicio en el que algunos piensan - equivocadamente - que consiste la literatura, ver quien la tiene (la frase) más larga y con más esdrújulas. Quizá equivoca qué es lo superfluo; que en una novela no es precisamente la acción.
Al margen de esto y de las exageraciones publicitarias que la editorial ofrece en la cubierta y en la faja y del Premio Libro del Año de los libreros de Madrid, Intemperie es un novela que merece la pena leer. Con un inocente niño que aprende deprisa gracias a los duros golpes de la vida, un pastor que recoge la sabiduría ancestral y la dignidad ética de los viejos campesinos (otra vez Lope, una de las pocas influencias que la crítica fluviana no le ha buscado) y un malvado alguacil capaz de los comportamientos más indignos. El bueno, el feo y el malo.
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